Libros, fotos, abanicos

Intimidad y hábitos de una novelista a la que le apasionan los objetos y los cuadernos de notas.

La casa acogedora, de aroma portugués, de Soledad Puértolas en Pozuelo.
Libros, fotos, abanicos
Enrique Cidoncha

Ha hablado alguna vez de aquella niña que con apenas tres años descubrió, con fascinación, los libros.


Sufría una de esas enfermedades infantiles, difusas y persistentes, unas fiebres tifoideas, de las que debió recuperarse durante meses en cama. Una larga convalecencia de juguetes y cuadernos y libros ilustrados cuyos textos, a fuerza de escucharlos a los adultos, consiguió memorizar y así fingía leer pasando las páginas cuando correspondía.


Todo en el ‘cuarto rojo’, que era como llamaba su abuela a aquella habitación donde imperaba ese color en las paredes, en las colchas y almohadones, en los muebles y alfombras, y sobre las mesillas, rojo, en la que dormía en una cama supletoria, al lado de su madre, que le leía cuentos.


También Sergio Pitol escribió en uno de sus libros sobre el niño enfermizo que había sido –bronquitis, catarros, anginas, faringitis– y cómo durante meses estuvo prisionero en la cama. Ese territorio apacible, cálido y mullido, acogedor, en una habitación en casa de su abuela desde la que se veía un frondoso jardín. Y contaba Pitol que hubo un momento en que llegó a creer que el mundo, afuera, tras la tapia, era en realidad el de los libros: piratas e islas misteriosas, inmensos mares y caballeros embozados, y hablaba de la sorpresa, de la infinita desilusión al encontrarse, al salir del encierro, con esta realidad roma y gris, de diario.


El primer libro con su dinero


Visité, hace algún tiempo, la biblioteca de Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) y me mostró esos estantes, cerca de la mesa donde escribe, en los que guarda varios de aquellos libros de casa de su abuela, muchos encuadernados en tela estampada, primorosos. Y también algunos de su padre. Libros que tienen en las guardas el número que explica la balda y el estante preciso que ocupaban originariamente en una biblioteca que se desparejó y se fue extraviando en mudanzas y traslados.


Me contó de las visitas a la librería Gómez, en Pamplona, donde en los cumpleaños, en fin de curso, en su santo –once de octubre–, la llevaban a comprar libros de Celia o de Antoñita la fantástica, sus lecturas entonces favoritas. También, un poco después, ‘Kim’, de Kipling o ‘Cumbres borrascosas’, de Emily Brontë.


Y allí, en la librería, vio un día, casi de reojo, un libro, el primero que compró con su dinero, y para el que tuvo que ahorrar durante meses. Se titula ‘La guirlande des années’, y es una recopilación de textos de Colette, Gide y Mauriac, ilustrada con veinticinco miniaturas y editada por Flammarion en Francia.


Un libro impreso en un papel que imita al pergamino y que provocó cierta estupefacción en su familia; nadie era capaz de entender qué podría interesar de aquel libro a una niña de apenas doce años que a veces, en secreto, fantaseaba con la posibilidad entonces remota de convertirse ella misma en escritora y publicar, también, libros como ése que me mostró, en una de las baldas, mordisqueado en los bordes.


Porque una de sus perras, Lura, una labradora de ojos tiernos e infinitas zalamerías, de cachorra se aficionó a comer libros. De modo que durante años, el orden que imperaba en los estantes, antes que el alfabético de autores, o el cronológico o temático, era el que preservaba los libros de la voracidad de Lura: los tomos encuadernados, blandos, apetitosos, ocupaban los estantes de arriba, y las ediciones de bolsillo, menos golosas para perros, los de abajo.


Así, hay en las baldas vecindarios del todo fortuitos -¿cuál en el fondo no lo es?-, dictados por la encuadernación: Highsmith y Conan Doyle, por ejemplo, publicados en Aguilar; Kipling y Thomas Mann, en Alianza, en tela; Proust y Daniel Defoe, todos en ediciones escogidas, como lo son también las obras completas de Hammett y Chandler, en Debate.


El viejo Chandler del flequillo lacio, pipa y gafas redondas, de pasta, del que siempre ha admirado su estilo directo, poético y lleno de melancolía. Hay lecturas, también, que se corresponden con determinadas épocas, descubrimientos y hallazgos: una época McCullers, y otra época Cheever o Doctorow, o Chéjov, y una larga época Baroja, a cuya trilogía, ‘La lucha por la vida’, dedicó su tesis doctoral: libros leídos y releídos, y llevados y traídos de viaje y llenos, algunos de ellos, de anotaciones, siempre con lápiz, en los márgenes.


Cajitas y abanicos


Un muestrario de notas y subrayados, corchetes, flechas, que con el tiempo ha olvidado qué, en realidad, significaban y han acabado convirtiéndose en enigmas: "Pero quedó lisiado", subraya en un texto; "fatalidad", escribe en el margen de un párrafo; "el whisky y el sofá ardieron", en otro. Todo en esos estantes airosos, ordenados en apariencia, a veces en dos filas. Detrás –Mendoza, Pombo, Azúa, Janés y Zarraluqui–, en vertical; y delante, cruzados en montones, al acaso, un libro sobre otro –Pauls, Merino, Duras–, junto a fotos de familia, enmarcadas, de su madre y su hermana, cajitas y abanicos. Trabaja en una mesa, ordenada pero repleta de papeles, rodeada de algunos de sus autores favoritos. Clarice Lispector, Fante, Matute, Dinesen, en una división entre literatura nacional y extranjera, novela y ensayo, que los libros saltan a menudo, como si no supieran de fronteras.


También hay cajas, sobre las mesas, con carretes de hilo. Ese universo de botones y dedales, agujas y abalorios que tienen que ver tanto con su forma de trabajar. Le gusta bordar, coser, hacerse ropa, arreglarla… Empezaba a llover, en el jardín y fuera, en la calle solitaria; la lluvia desganada del buen tiempo. Apenas unas gotas que golpeaban, como pequeños perdigones, el tragaluz del techo donde hace tiempo se formó una gotera. Y escuchamos llover, allí entre libros –la laxitud de las tardes de lectura–, mientras Lura, la labradora, se acercaba, olisqueando, diríase buscando algún libro, por allí en los montones, que llevarse a la boca.