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En las antípodas del aragonés errante

En tierras ignotas del oeste de Australia, a un buen puñado de kilómetros de cualquier sitio, la ciudad de Bunbury recuerda con su nombre a un soldado francés, el primer europeo en pisar su territorio a principios del siglo XIX. No hay noticias de Oscar Wilde o de Enrique Ortiz.

Main Street, en el centro de Bunbury.
En las antípodas del aragonés errante
J. T.

Si te llama la atención que alguien te cuente una visita a una ciudad llamada Bunbury, quizá eres fan del creador del 'Pequeño Cabaret Ambulante', o admirador del personaje dibujado por Oscar Wilde en 'La importancia de llamarse Ernesto'. Si eres de Zaragoza, los votos hacia la primera opción aumentan exponencialmente. En este caso, ni fan de una cosa ni de la otra, pero da la casualidad de que siendo zaragozano, uno se ha criado viendo crecer al artista. Desde el profesor de literatura que contaba cosas de aquel chaval que ya era una estrella con su grupo, a los recorridos de la parada del autobús del colegio a casa pasando ineludiblemente por La Estación del Silencio, o ese abrazo emocionado de tu compañero de pasaje en un autobús guatemalteco al enterarse de que eras originario de la misma ciudad que Enrique. Recuerdos y detalles que, puestos en situación, le llevan a uno a tomar un tren desde Perth a Bunbury, en el 'Down Under' australiano, en un reencuentro con su pasado.

En el extremo suroccidental de esa maravillosa isla-continente, los mapas ubican a Bunbury, una ciudad de algo más de 150.000 habitantes, ausente de las rutas turísticas y sin un atractivo destacable, pero que condensa en poco espacio algunos de los mitos y verdades de la lejana Australia.

No era un destino pensado en el largo viaje por las Antípodas, pero hay casualidades que te llevan a lugares insospechados. La estación de trenes de Perth me 'obligó' a conocer Bunbury. La ausencia de billetes para el Indian Pacific, el segundo recorrido en tren más largo del mundo y que une Perth, en la costa del Índico, con Sidney, en la del Pacífico (4.300 kilómetros de viaje), me dejaba varado en la primera durante cinco días. La capital del estado de Australia Occidental es como una mancha en un mantel de boda: quizá se trata de la urbe más aislada del planeta. En más de 2.500 kilómetros a la redonda no hay nada. Al norte y al este, un rojizo desierto; al oeste y al sur, la inmensidad del Índico. Solo las pequeñas poblaciones que antiguamente servían como paradas de repostaje de agua y combustible al tren que cruzaba la isla-continente aparecen como lugares habitados; el resto, hasta Adelaida, nada. En ese punto ha crecido Perth, una ciudad de más de dos millones de habitantes que aparece como un islote de humanidad en medio de las condiciones más agrestes.

El mundo es pequeño

Si bien los alrededores de Perth poseen playas fantásticas y, como dicen los lugareños, los mejores atardeceres del mundo, un cartel con horarios de trenes llamó mi atención tras el disgusto de no poder tomar el Indian Pacific. Al día siguiente, partía un tren a Bunbury (dos horas de trayecto) que regresaba dos días después. "Bunbury", pensé. La mente voló a la infancia y apareció una sonrisa en mi rostro. No lo pensé mucho y compré un ida y vuelta. Al mediodía siguiente, el tren se detuvo en una estación. Era el fin del recorrido.

Fin del recorrido, pero... ¿dónde está Bunbury? La estación y el apeadero estaban tan vacíos como el vagón en el que viajé. Tocaba preguntar. "Ah, sí, la ciudad queda a siete kilómetros, pero no hay transporte. Bueno, alguna vez pasa un taxi", me dijo un amable trabajador de la estación. Bien, pensé, te va a tocar andar. Menos mal que la mochila no iba muy cargada. Entonces, la fortuna que le llega a veces al viajero solitario apareció en forma de coche (sin distintivo), que resultó ser un taxi. La ruta hacia el albergue fue un anticipo de lo que me esperaba. El desierto se abría a pocos kilómetros de Bunbury, que ocupa la escasa línea fértil que se abre entre la costa y la rojiza piedra interior, pero al llegar a la ciudad comprobé que también era un desierto humano. Calles vacías, incluso de automóviles.

Bueno, era domingo: panorama entendible en una pequeña ciudad aislada de todo y que, como comprobé los días siguientes, vive a un ritmo que podría dejar en ridículo la parsimonia caribeña. Lo que ya empezó a alarmarme fue el hecho de que en el albergue, donde se suponía tenía reservada una habitación, y en los siguientes tres hoteles que visité en la ciudad, las puertas estaban cerradas. Parecía que todo el mundo había desaparecido. La afabilidad de unos lugareños y su sonrisa por ver a un extranjero con una mochila vagando por el pueblo me proporcionaron un lugar donde pasar las dos noches.

Antes de aterrizar en Perth, leía vorazmente 'En las antípodas', de Bill Bryson, un cómico escritor anglosajón (estadounidense nacido en Gran Bretaña) que describe en clave de humor su pasión por Australia. Bryson abraza la teoría del aislamiento del país del resto del mundo y que todo llega allí más tarde. Aquel día en Bunbury, descubrí que Bryson tiene razón. Y no solo en esto. La ciudad parecía anclada en el tiempo, detenida, como si allí todo corriera muy lento, y a nadie le preocupara tal cosa. Todo estaba bien.

Un poco de historia

Ese relax me permitió leer algo sobre la ciudad. Bunbury apenas tiene siglo y medio de historia, y debe su nombre al teniente William St. Pierre Bunbury, que logró abrir la inhóspita ruta ferroviaria hacia aquel asentamiento humano a mediados del XIX. The Main Street es la calle principal de la ciudad (traducción literal de forma a significado), y allí fluye la vida de la población: reúne todos los comercios, hoteles y restaurantes. Entre ellos, uno llamó mi atención en las escasas líneas que mi guía dedicaba a Bunbury: el Walkabout Café, un pequeño establecimiento ambientado con colores y simbología aborigen. En el menú, al más puro estilo 'bush' (traducido como "propio del interior rural australiano"), aparecían unas suculentas salchichas de canguro. Parecía una buena ocasión para catarlas, pero también estaba cerrado.

Poco más quedaba por hacer, excepto acercarse a la línea de la costa y recorrer su agreste paseo marítimo que, circulando entre manglares y rocas, daba acceso a una imponente playa de arena casi blanca, quemada por el intenso sol, y con un mar duro y salvaje, en el que unos pocos niños sorteaban olas que les cubrían muchos centímetros por encima de su cabeza justo antes de reventar en la orilla. Volví a leer allí a Bryson mientras escuchaba el mar. Y en alguno de sus pasajes en los que descubre muchas de las raras especies animales que pueblan la isla, hablaba de una mosca grande, negra y desagradable, no solo por su aspecto, sino por su actitud. Se te acerca, te revolotea, te perturba con su zumbido y, lo peor, intenta meterse por alguno de los agujeros de tu cara. En el paso por esos manglares, la había descubierto y tenido que ahuyentarla de mis labios y mis oídos.

En fin, poco después, unas pintas de deliciosa cerveza australiana en el único pub abierto tras la caída del sol solventaban el incidente y cerraban el primer acercamiento a la ciudad que me trasladaba un poco a la mía, a decenas de miles de kilómetros al norte. No iba a resultar mucho más emocionante el día siguiente, salvo seguir disfrutando de la paz y la tranquilidad del lugar, de su poderoso mar y de un nuevo e imponente atardecer a orillas del Índico. No importaba la ausencia de frenesí: el ánimo del viajero estaba en paz, en calma, tras este curioso y sorpresivo enlace con la tierra natal allá, casi en las antípodas.