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La neurociencia de la xenofobia

Tendemos a estereotipar y ser hostiles con quienes consideramos diferentes, pero nuestro cerebro también tiene la capacidad de remediarlo.

Pensar en términos de razas tiene poca o ninguna base biológica.
Pensar en términos de razas tiene poca o ninguna base biológica.
Ralphs / Pixabay

Italia, septiembre de 2022. Tras una controvertida campaña electoral, la coalición conservadora formada por Hermanos de Italia (FdI) y Forza Italia (FI) acaba de lograr la mayoría absoluta en el país de la bota. Llegan al Gobierno italiano dos partidos que, entre otras cosas, comparten un discurso muy duro contra la inmigración. En un país donde últimamente han sido noticia varios crímenes por odio racial, hay razones para preocuparse por el discurso xenófobo de sus nuevos gobernantes.

El Diccionario de la Real Academia Española define la xenofobia como el odio u hostilidad hacia los extranjeros. Y, en cierto modo, hay algo en esa actitud que viene 'de serie' en nuestra especie. De hecho, nuestra tendencia natural es reconocer con más facilidad a miembros de nuestra propia raza, lo que los expertos llaman sesgo de raza cruzada. Es más, hay evidencias de que somos capaces de reconocer e interpretar la expresión facial emocional de una persona de nuestra misma raza más rápido y mejor que la de una persona de otra raza o grupo étnico diferente.

Lo cierto es que, con el ADN en la mano, considerar más próximos a quienes comparten nuestro color de piel no tiene mucho sentido. Precisamente porque el color de la piel solo habla de eso, de la concentración de melatonina en nuestra superficie. Esa molécula que nos protege de las radiaciones solares y es más necesaria en las proximidades del ecuador que en la gélida Siberia. De hecho, tan malo es que tengamos melatonina de menos viviendo a pleno sol como melatonina de más naciendo en un país nórdico y sombrío. No hay que olvidar que sin radiación ultravioleta no sintetizamos vitamina D, necesaria para gozar de buena salud.

Volviendo al ADN, los análisis genéticos nos dicen que dos personas de diferentes tribus del sur de África son más diferentes genéticamente entre sí que un maorí, un esrilanqués y un ruso, por ejemplo. Por lo tanto, pensar en términos de razas tiene poca o ninguna base biológica.

Razas aparte, los humanos no nos comportamos igual con los miembros de nuestro propio grupo que con los extraños, ni mucho menos. En general, establecemos favoritismos hacia los miembros del endogrupo. Con los que sentimos 'nuestros' podemos comportarnos de manera altruista, o lo que es lo mismo, somos capaces de sacrificar nuestro bienestar por el beneficio ajeno. Por el contrario, hacia los de fuera, lo que instintivamente nos sale es ser hostiles. Ambos comportamientos podrían haber evolucionado en paralelo, según concluía una reciente investigación estadounidense y coreana.

Y es que distinguir entre 'nosotros' (el endogrupo) y 'ellos' (el exogrupo) es algo que nuestro cerebro hace casi, casi de forma automática. Una de las consecuencias es que, ante los que categorizamos como 'extraños', se activa la amígdala, la parte del cerebro que detecta las posibles amenazas. Por otro lado, una investigación más reciente de la Universidad de Virginia Commonwealth llegaba a la inquietante conclusión de que dañar a los que consideramos rivales hace que entren en ebullición las neuronas del núcleo accumbens y la corteza prefrontal, dos áreas relacionadas con la sensación de recompensa. Eso significa algo tan peligroso como que dañarles puede hacernos sentir bien.

A todo esto hay que sumarle que se ha demostrado que las personas tienden a pensar de manera más categórica acerca de los miembros del exogrupo e individualmente sobre los miembros del endogrupo. De ahí los prejuicios.

La buena noticia es que esta tendencia a estereotipar y ser hostiles (o incluso agresivos) con quienes consideramos diferentes tiene remedio. Si la corteza prefrontal medial se activa, los prejuicios se atenúan. No es casualidad: hablamos nada menos que de la sede cerebral de la empatía, esa capacidad de ponernos 'en el pellejo' de los demás. 

Cuanto más expuestos estamos a la diversidad desde pequeños, mejor nos funciona el freno cerebral de los prejuicios. Por el contrario, la falta de actividad de esta zona está directamente asociada con la deshumanización de las personas, o lo que es lo mismo, con la tendencia a tratarlas como objetos.

A hacer caso omiso de nuestra inclinación natural a clasificar a los sujetos contribuye también la corteza prefrontal izquierda, capaz de ejercer el autocontrol. Según concluía un estudio de la Universidad de Berkeley (EE. UU.), las personas con más actividad en este puñado de neuronas perciben aún con más fuerza las diferencias entre rostros de piel clara y oscura. Y eso les ayuda a poner en cuarentena sus propios estereotipos raciales impidiendo que condicionen su comportamiento.

En épocas de vacas flacas, la xenofobia crece

En esto de la xenofobia, como en todo, hay grados. En épocas de vacas flacas, nuestra hostilidad hacia los que vienen de fuera se acentúa. Solo el hecho de hablar de penurias y falta de liquidez ya nos hace mirar con peores ojos a los que tienen la piel de otro color. El estrés económico nos vuelve más intransigentes.

Hay otras circunstancias que nos hacen discriminar a las minorías. Por ejemplo, acontecimientos como un atentado terrorista aumentan nuestros prejuicios. Según la teoría de la gestión del terror (TGT), los humanos ignoramos el riesgo de perecer hasta que acontecimientos como un atentado nos hacen sentir amenazados. Y en ese momento crece nuestro recelo hacia personas 'de fuera', que no pertenecen a nuestro mismo grupo.

Otro hecho probado es que cuando nos sentimos mal con nosotros mismos, denigrar a otras personas supone un gran alivio. Por eso los prejuicios, el racismo y los estereotipos son más frecuentes en las personas con baja autoestima, tal y como concluía un estudio reciente de la Universidad de California.

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