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Yo para ser feliz quiero... ¿un camión?

Hoy se celebra el Día Internacional de la Felicidad, instaurado en 2013 por la ONU. Pero hay tantas felicidades como personas habitan en el mundo

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La felicidad está en las pequeñas cosas.
Pixabay

Con la inminente subida del precio de la electricidad, la operación bikini a la vuelta de la esquina y las campañas electorales a punto de comenzar, uno duda un poco sobre si celebrar o no el Día Internacional de la Felicidad, pero intentemos pensar que no todo está perdido. En este cada vez más abarrotado calendario de días internacionales, hoy, 20 de marzo, toca festejar algo tan subjetivo y a veces demasiado efímero como la felicidad y su importancia innegable en el bienestar de las personas.

Desde hace algunos años se conmemora en todo el mundo esta jornada, una iniciativa aprobada por Naciones Unidas en 2013 para fomentar la integración de la felicidad en las políticas públicas. La propuesta llegó de Bután, un país situado en pleno Himalaya, en la frontera entre China y la India, donde desde principios de los años 70 del pasado siglo se reconoce la felicidad nacional por encima de los ingresos nacionales a iniciativa del entonces rey, de nombre Jigme Singye Wangchuck. Y eso que este pequeño Estado ni siquiera aparece en los primeros puestos del Informe de Felicidad Mundial auspiciado por la ONU, que suele estar liderado por los países nórdicos. Pero ser feliz es prácticamente un mandato constitucional en Bután, que basa la medición de este estado de ánimo en los pilares de un desarrollo socioeconómico sostenible y equitativo, la preservación y promoción de la cultura, la conservación del medio ambiente y el buen gobierno.

Hablando de buen gobierno, ya en la Constitución Española de 1812, la de las Cortes de Cádiz, se dice, en su Artículo 13, que “el objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. Procurar el bien común, en suma. En este sentido, para ser feliz es necesario tener antes cubiertas unas necesidades básicas que un Estado de bienestar como el actual se debe encargar de proporcionar (sanidad, educación, ayuda a la dependencia, pensiones...). Y los países del norte de Europa, tradicionalmente al frente del citado ránquin (Finlandia encabeza el de 2018, a la espera de los datos de la presente edición, seguido por Noruega y Dinamarca), son expertos en garantizar el bienestar social de sus ciudadanos. Allí han logrado una sociedad más igualitaria donde las ventajas del Estado del bienestar se hacen más palpables, según el estudio de la ONU. Pero, en contrapartida, son los países europeos que presentan las tasas más altas de suicidio. ¿Cómo es esto posible, si a priori tienen los índices de felicidad más elevados del mundo? “Estos estudios pierden el detalle, se centran en el país en conjunto, pero no tienen tanto en cuenta el nivel personal”, razona Helga González Medida. Para esta psicóloga clínica y logopeda, con consulta en Zaragoza, “si se hiciera una entrevista a cada individuo y se adentraran en sus emociones, se demostraría que no son tan felices”.

A efectos prácticos, todos aspiramos a esa felicidad, pero cada uno valoramos lo que nos rodea de una determinada manera. Un día de sol, una carcajada o el reencuentro con un buen amigo pueden alegrar la existencia a alguien pero dejar medianamente indiferente a su vecino. Loquillo cantaba que la solución a sus ansias de felicidad era tener un camión. ¿Y yo para qué lo quiero?, puede estar pensando usted. El filósofo, escritor y pedagogo José Antonio Marina incide en la necesidad de distinguir dos tipos de felicidad, la subjetiva y la objetiva. La primera es un estado emocional agradable, intenso, que desearíamos que durara siempre y en el que no echamos en falta nada de manera imperiosa. En cambio, prosigue, la segunda es una situación en la que nos gustaría vivir siempre, porque protege y facilita nuestras expectativas privadas de felicidad. “Todos tenemos unas necesidades diferentes para alcanzarla”, explica González Medina. Para ella, la base de la felicidad está en cómo procesamos la información que nos llega de nuestro entorno o con respecto a nosotros mismos. “Si en mi manera de pensar tengo una actitud positiva, si valoro las cosas pequeñas, seré más tendente a la felicidad que si me pongo unos altos niveles de exigencia, no me encuentro a gusto conmigo misma o tengo mucho estrés”, razona. Pero en un Estado del bienestar en el que el que más, el que menos, tiene coche, casa, trabajo, móvil, pareja, hijos, mascota, televisión y el estómago lleno, la felicidad cada vez es más inalcanzable porque siempre se puede tener un teléfono más moderno o una tele más grande. Gran error, a juicio de esta experta. “¡Es que eso no es felicidad, son necesidades! Si me creo unas necesidades que luego no puedo cumplir, inmediatamente me frustraré. Y para ser feliz es necesario saber canalizar la frustración”, asegura. En otras palabras. La felicidad es necesario trabajársela. Hay quien tiene pocas cosas, una vida durísima, y es feliz. Eso es actitud. Y hay quien disfruta de una vida cómoda y resuelta y no lo es. “Y eso también es actitud”, apostilla González Medina.

Volviendo al Índice de Felicidad Mundial, ése que encabezaba Finlandia, analiza variantes como el Producto Interior Bruto per cápita de cada país, el apoyo social, la esperanza de una vida sana, la libertad social, la generosidad y la ausencia de corrupción. Si la nación nórdica lidera el ránquin porque entre sus puntos fuertes destacan el acceso a la educación, la sanidad o los permisos de paternidad, así como la igualdad de género, Burundi cierra el listado y se arroga el dudoso honor de ser el país más triste de la tierra.

España se sitúa en el puesto 36 de una lista de 156, dos puestos por debajo del informe de 2017. Es decir, estamos peor, somos más infelices. ¿Por qué? En opinión de los expertos que elaboran este documento, el problema patrio está en la crisis económica, al igual que en otros países del Mediterráneo, como Italia, Portugal y Grecia. Fernando Luesia, decano del Colegio de Politólogos y Sociólogos de Aragón, considera que la crisis se ha cebado con el Estado del bienestar en España. “Las crisis siempre se dejan a las personas por el camino”, asegura. Y el deterioro de las prestaciones inherentes a este modelo de Estado va en detrimento de la felicidad de los ciudadanos. Pero Luesia es optimista porque cree que los elementos básicos que lo definen se han mantenido pese a las dentelladas de la crisis, aunque no todo es de color de rosa en el Estado del bienestar (“todavía hay pobreza, por ejemplo”, explica). A su juicio, la sociedad española es feliz gracias a su carácter sociable, la dieta mediterránea, la manera de interactuar con los demás o las relaciones familiares. “La felicidad es la relación contigo y la relación con los demás. El individualismo no contribuye a la felicidad”, concluye.

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