El feminismo de la humillación

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Hay quien lucha por la mera sustitución de posiciones hegemónicas.
HERALDO

El concepto de feminismo está cada vez más complicado. Se ha hecho omnipresente y ya no es un término claro y unívoco. Como todos los ‘ismos’ es una porción más del archipiélago de las ideologías que, a su vez, tiene un sinfín de islotes. Pese a ello, el Diccionario de la Real Academia Española (RAE) de la Lengua lo reduce a dos acepciones: "1. Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre; 2. movimiento que lucha por la realización efectiva en todos los órdenes del feminismo". Y de ese modo simplifica la complejidad del asunto, sin entrar en detalles. A la RAE no se le puede pedir que cuente la evolución de una noción repleta de heterogeneidades y de oleadas.

El feminismo, en cierto sentido, es un producto occidental. Como tal, es resultado de la Ilustración y de la Modernidad, cuyos pilares son el uso de la razón, la defensa de la dignidad individual, junto con la emancipación que brota de la libertad y de la igualdad. Una forma de acercarse a la comprensión del feminismo es observar sus límites. Es decir, para comprender el feminismo hay que identificar los códigos de quienes se declaran feministas; pero esta ‘solución’ lleva a constatar la pluralidad de enfoques y posiciones. Si se analiza en serio, la cartografía de feministas y feminismos conduce a posturas enfrentadas.

Los feminismos tienen apellidos y, salvo la intersección que pone en el centro la palabra mujer, no siempre terminan apuntado en la misma dirección. Evidentemente, esto es así porque se han conseguido derechos políticos y libertades impensables hace menos de un siglo. Las generaciones anteriores han sabido transformar el orden social apostando por un mundo distinto sustentado en los principios que se recogieron en la ‘Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano’ de 1789. Fueron capaces de pelear por la libertad, la igualdad y la fraternidad como pilares de la sociedad; pero no es algo trivial, basta considerar los datos que ha dejado la historia. Además, sigue quedando camino por delante para alcanzar el horizonte de la libertad individual que se cimenta sobre la igual dignidad de las personas. Ahí está el quid de la cuestión.

Seguimos teniendo una escala de valores organizados verticalmente. Interpretamos nuestro mundo creando rankings, donde la posición superior, la parte alta de la tabla, siempre está mejor considerada que la parte baja. Quienes mandan están arriba, quienes obedecen se quedan abajo. Así, en cualquier ámbito, produciendo problemas y efectos derivados de ‘la escala vertical de la dignidad humana’ y la adicción a la humillación descrita por Evelin Lindner. Y esto es algo puramente ideológico, arbitrario y construido socialmente. Pero de gran trascendencia. En función de esos códigos se despliegan mecanismos de degradación, de sometimiento. Si se aceptan, no hay solución. Pero cuando se apuesta por la dignidad, cambia radicalmente el orden político y socioeconómico. Lo cual no siempre es fácil.

Los discursos feministas más exacerbados reclaman de manera beligerante el cambio de roles. Es una batalla, una guerra acompañada de numerosos flecos. En esto cabe mencionar a Mario Bunge cuando decía que "las filósofas feministas radicales están interesadas en el poder, no en la verdad". Hay una aspiración proclamada a los cuatro vientos: la sustitución del patriarcado. Y no se termina de acotar si la alternativa solo es el matriarcado, como otra forma de dominio o qué tipo de orden social. Cuando los feminismos luchan por la mera sustitución de posiciones hegemónicas, generan inmediatamente el ‘feminismo de la humillación’. Es decir, mientras se siga enfatizando el debate en términos de poder en el sistema social no se conseguirá transformar la verticalidad que causa los problemas de esa humillación. El foco ha de estar en la dignidad individual, no en generalizar y condenar a los ‘hombres’ por el mero hecho de ser. Necesitamos buscar un solución más constructiva para hacer una mejor sociedad. Nuestros hijos e hijas nos lo agradecerán.

Chaime Marcuello Servós es profesor de la Universidad de Zaragoza

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