Por
  • Carmelo Marcén Albero

Historias de futuro

Historias de futuro
Historias de futuro
Heraldo.es

Dicen que en la vida corriente, ahora mismo, aquí cerca o más lejos, hay mucha historia. En unos casos su presencia se escribe con mayúscula, cuando se habla de monumentos, gestas o personas célebres, símbolos o banderas, venerados todos para engrandecer la patria. Aseguran que es una forma de reafirmar las raíces de la gente en el territorio. Sin embargo, la historia es en buena parte la realidad posible, mucho más próxima y con minúscula; está formada por retazos de las personas. Estas van dejando una serie de deseos y afectividades en su círculo social, en las cosas y en el territorio.

Para algunos, la historia del pasado cuenta, pero poco; vale mucho más la que se hace en el presente, armado por lazos de relaciones diversas, sin duda menos rigurosas que antaño, cuando iban de arriba hacia abajo (ahora son más espontáneas y libres, y por consiguiente más difíciles de formalizar con acomodo). Entre todas encaminan hacia un porvenir, manifiestamente imperfecto porque toda eventualidad por definición lo es, y más cuando no hay acuerdo en cómo gestionar las relaciones tanto entre los políticos –para algunos el destino es el pasado que lleva a ninguna parte– como entre los ciudadanos que se quieren ver reflejados en ellos, en sus historietas o en sus programas.

Además, en ese limbo del futuro se observa también una identificación entre los bienes que el sujeto y la sociedad poseen –crecimiento y desarrollo lo llaman algunos– y lo que quieren ser. Este patrón creciente modifica usos o costumbres que, a falta de un análisis reposado y crítico, no se quedan en lo material sino que impregnan la esfera de lo emotivo y particular. El presente, si se adorna solo de territorio y posesiones, escribe veladas historias del mañana porque el primero se torna inconcreto y las segundas pueden faltar.

Pero la vida no es tan insulsa como a veces parece, o nos quieren hacer ver. Si las personas miran hacia la posterioridad, difícilmente programable, se dan cuenta de que en el presente también hay desfavorecidos por la historia, gente que tiene muy limitados sus derechos. Por cualquier lado –mire a España o a Europa– se muestran diversas deudas sociales que hay que reparar. En esa intención transita gente que ve lo que hay que hacer o que supo percibir que la vida es una encomienda social. Si cualquiera de nosotros siente la necesidad del obrar colectivo, se añade a propuestas bienhechoras –incluso algunas de holgura universal– empujadas por la buena fe y en cierto sentido autocomplacientes. Son esas que plantean la duda de si no se podría haber hecho más por los otros, aquellos que aparecen en nuestras pantallas de forma efímera, llámense pobres severos, emigrantes que se hunden en el mar, infancia en riesgo de exclusión, mujeres maltratadas o explotadas, o sectores como quienes cobran un mísero salario; todos abandonados por la probatura política y también olvidados por quienes trabajan para vivir y capean como pueden la vorágine diaria, bastante materialista.

Si dudan de que las historias del pasado son utilizadas para imaginar futuros y atraer a la gente, lean los periódicos o escuchen la radio, asómense a los medios nacionales o internacionales. No tardarán en comprobar que se utiliza lo glorioso que se fue –ahora en forma de nacionalismos fronterizos y de verdades inventadas– y lo que se posee en el presente para construir lo que se quiere ser, por más que mucha gente quede al margen. Hay que asegurar historias de futuro multidiversas entre todos. Para ello será necesario, además de políticas públicas con recursos suficientes, la participación ciudadana en espacios de encuentro, en diálogos constructivos, en proyectos de lucha contra las desigualdades avivados por los agentes sociales, en la continuada mirada solidaria hacia los menos favorecidos, etc.

Se dice que la historia avanza pero no siempre progresa; si lo hiciese traería un poco más de felicidad colectiva, ayudaría a los más vulnerables a salir de sus penurias. Puede que exagere, que nada de lo aquí escrito sea cierto. Pero cabe pensar que la sociedad –ya sean dirigentes o simples ciudadanos– que no está ocupada en vivir el presente hacia un futuro colectivo menos desigual está abocada a dejar morir su verdadera historia, que se asienta más en las personas que en la patria.