Una casa es una vida

Una casa es mucho más que un edificio.
Una casa es mucho más que un edificio.

Hace 17 años firmé mi primera hipoteca. Un piso pequeño y coqueto, perfecto para la joven soltera que yo era entonces. No duró mucho la soledad. Un par de años después, se instaló conmigo el mismo chico guapo del que sigo enamorada 15 años después. La casa también era perfecta para una pareja, y allí nos quedamos.

Luego, con el tiempo, hubo que desmontar la habitación del ordenador para colocar allí la cuna y el cambiador. El despacho se convirtió en la habitación de Pablo, el niño feliz que llenaba con su risa cada rincón de nuestro piso.

Todo era alegría. Hasta que llegó la enfermedad para poner nuestras vidas del revés. Veinte meses después de nacer, una leucemia se llevó a nuestro hijo. Murió en nuestra cama, con nosotros. Y desde entonces algo de él sigue allí, empapado en las paredes y en el aire de la que fue su casa.

Las que resuenan ahora son las carcajadas de su hermano Daniel, que no ha conocido otro hogar y que adora su cuarto y el pasillo largo donde lanza sus coches a la carrera.

Hoy cerraremos la puerta de esa casa por última vez. Nos mudamos, porque nosotros, los libros y los juguetes ya no cabemos en mi pisito de soltera. Pero he pasado allí los últimos 17 años. Ha sido el escenario de los momentos más intensos de mi vida: los de felicidad total y lo de absoluta desolación.

Así que hoy quiero dedicarle esta columna a mi casa. La casa donde me he hecho mayor y donde he fundado una familia. Porque aunque estoy contenta con el cambio, también tengo un nudo en el estómago y un millón de lágrimas esperando que van a escaparse, lo sé, justo cuando gire la llave en la cerradura.

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