Un final feliz

Las cuevas pueblan los terrores de nuestra infancia, como el territorio oscuro y ancestral que nos conecta con nuestro origen y con el misterio. En los cuentos, las cuevas raramente están habitadas por gente amable, suelen ser morada de brujas, animales repulsivos o monstruos terribles. Pese a ello, o quizás por ello, ejercen una atracción irresistible, como la que llevó al entrenador tailandés a adentrarse con los jóvenes deportistas en una trampa que pudo ser mortal. La lógica y una mínima prudencia lo desaconsejaban, porque era época de lluvias, pero la tentación fue más fuerte. En ‘Las aventuras de Tom Sawyer’, Mark Twain convierte a la cueva de Mac Dougal, a las afueras del pueblo de la historia, en un personaje más de la novela. Tom se pierde con Becky por los pasadizos interminables. Es la misma caverna donde muere, tras quedar atrapado, el malvado Joe el Indio. Twain describe así su final: «El prisionero había roto la estalagmita y sobre el muñón había colocado un canto en el cual había tallado una ligera oquedad para recibir la preciosa gota, que cala cada veinte minutos, con la precisión desesperante de un mecanismo de relojería(...). Aquella gota estaba cayendo cuando las pirámides de Egipto eran nuevas, cuando cayó Troya, cuando se pusieron los cimientos de Roma, cuando Cristo fue crucificado, cuando Colón se hizo a la vela». Los niños de Tailandia hubieran tenido un mismo final en un escenario milenario e imperturbable. La solidaridad y el sacrificio de cientos de voluntarios lo han evitado y han escrito, por fortuna, un final feliz.

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