Los 'vampiros' pueden hacernos la vida insoportable.
Los 'vampiros' pueden hacernos la vida insoportable.

Drácula es más que el título de la novela de Bram Stoker publicada en 1897. Este escritor irlandés utilizó en su argumento una combinación de relatos y tradiciones de Transilvania. Tenían una importante dosis de ficción y de folclore junto con una brizna de historia. Desde entonces los vampiros se han multiplicado. Los hay de todo tipo. Incluso han dado pie a éxitos de ventas que se han llevado a la gran pantalla. Por ejemplo, las obras de Stephenie Meyer, autora de la saga ‘Crepúsculo’, que comprende cuatro novelas: ‘Crepúsculo’, ‘Luna nueva’, ‘Eclipse’ y ‘Amanecer’. La difusión de esta ‘mitología’ vampírica ha creado una nebulosa complaciente alrededor de esos seres imaginarios. Incluso tienen seguidores que emulan las formas de vestir y la estética construida en estas películas. Se juega benevolentemente con el carácter maligno del vampiro, al mismo tiempo que se obvia su condición pérfida y perversa. Son seres que han perdido lo humano y se nutren de la sangre de otras personas. Y no se trata de murciélagos hematófagos, si no de ‘humanoides’ que se mueven en la oscuridad de la noche para cometer sus tropelías buscando el poder y la eterna juventud. Estos vampiros se han convertido en una forma de ser. Son algo más que una metáfora. La palabra vampiro se usa, como dice el diccionario de la RAE, para referirse a una «persona codiciosa que abusa o se aprovecha de los demás».

Incluso la RAE ha instituido el verbo ‘vampirizar’, para describir ese "abusar o aprovecharse de alguien o de algo". Cuando se recurre a esta expresión, no hacen falta más palabras para comprender de qué se trata. Es algo que se entiende de suyo. Sirvan unos ejemplos, en relaciones sociales asimétricas como la de amo y esclavo; en contextos de relaciones empresariales en mercados especialmente competitivos; en circunstancias políticas con batallas interminables para alcanzar el mando… Pero también se produce de forma sibilina y sutil. Hay vampiros y vampiras de dos patas que rondan por la vida cotidiana, a la luz del sol y sin alas, siendo más ‘mortífagos’ que los seguidores de Lord Voldemort. Sus acciones adoptan formatos difíciles de percibir y de catalizar a simple vista, sobre todo en momentos donde entran a lidiar las emociones personales o procesos institucionales. En las relaciones personales el vampirismo tiende a subyugar a la víctima adormeciendo su conciencia y voluntad.

El abuso más cruel es el que tiene formas indoloras y pacíficas. Es no violento en la superficie, se recrea en el arte de la manipulación y la mentira. Capaz de cambiar el discurso con tal de adaptarse mejor a su huésped. Este tipo de vampiro hinca sus palabras en lo más hondo de la debilidad ajena, para sacar el máximo provecho. En formatos extremos no tienen ningún problema en someter a su pareja e incluso a sus hijos e hijas para que se conviertan en títeres de su capricho. La vida se hace un tormento al lado de estos seres nefastos, porque se dedican a robar el ánima y el ánimo, a sustraer la esencia vital que nos hace querer vivir. Cuando se siente esa fría oscuridad es el momento de despertar, de buscar el remedio para alejarse del mal. Aquí no basta ni con clavar estacas, ni llenar la boca de ajos, ni cortar la cabeza, el poder del vampiro comienza a desaparecer cuando descubres que eres su víctima. Pero no es suficiente. Es necesario invertir un esfuerzo sistemático en desmontar la sangría emocional.

Una vía para rescatar la propia voluntad es la confrontación asertiva basada en la memoria y la verdad. Hay que apuntar, anotar y recordar las palabras que se clavan en la yugular. Hay que contrastar los dichos y los hechos; pues dominan el arte del engatusamiento, de la promesa incomprobable, del halago estratégico… pero son incapaces de superar la prueba de la generosidad. Rara vez se entregan sin nada a cambio. En las instituciones la presencia de vampiros convierte el espacio en irrespirable. Cuando entran por la puerta aspiran el oxígeno del entorno en su totalidad. Solo dejan para los demás el mínimo necesario para cumplir sus propósitos.

Las instituciones vampirizadas pierden su espíritu y quedan subsumidas en un proceso de ‘necrosamiento’ estructural. Hace falta memoria para desmontar la manipulación y volver a respirar.

Chaime Marcuello Servós es profesor de la Universidad de Zaragoza