Por
  • Juanma Fernández

Humo

Los padres del pequeño Gabriel Cruz.
Ángel y Patricia, los padres de Gabriel Cruz.
20M

Me cuesta soportar las habitaciones donde un grupo de gente ha estado fumando. Por la mañana, cuando ese caos ha desaparecido, sus habitantes se borran en un olor que permanece sin ningún sentido. Como si el bullicio permaneciera regalado e indomesticable; arrojado al tiempo. Un silencio marcado por los gritos y el descontrol que campa a sus anchas para dominar el espacio.

Esa misma sensación es la que he tenido tras los agónicos días de la desaparición y trágico desenlace de la vida de Gabriel, el niño asesinado por Ana Julia Quezada. No sé por qué, pero España siempre parece estar necesitando un muerto para cubrir sus horas con los matices de los sucesos fatales. Tras la digna tarea colectiva de buscar al niño cuando se le creía desaparecido, sucedió a la triste realidad una bola de nieve de sensacionalismo en la que de repente nadie se acordó que detrás había una familia y la dignidad de un ser humano. Las redes sociales, los bares, los titulares, las tertulias... eran una tela de araña de conjeturas escabrosas que nada aportaban, tejida sobre una montaña de información (mucha de ella posteriormente desmentida por la Guardia Civil) que ha destrozado por completo el derecho a la intimidad y el respeto primero del niño y después de quienes le querían.

¿Necesitábamos los españoles saber dónde tenía el cadáver los hematomas; cuánto tiempo tardó en asfixiarse y si eso le hizo sufrir; si el cuerpo estaba manchado por barro y tierra; si la asesina confesa insultó al cuerpo inerte mientras lo transportaba en su coche; si primero le golpeó con un hacha...? Así, separadas por un punto y una coma, la batería de preguntas con presunta respuesta que se han servido durante días en bandeja muestra un menú del morbo que ni nos ha hecho mejores ciudadanos, ni ha aportado absolutamente nada a la sociedad y mucho menos a la familia del niño. Hemos vuelto a equivocarnos anteponiendo el relato de un serial lucrativo en emociones a la responsabilidad que cada ciudadano debe tener en un Estado de derecho: entender, por ejemplo, que un código penal no se debate entre lágrimas ni instrumentalizando a las víctimas. La desgracia es que ese humo se agarra a los muebles del salón y cuando ya no hay ruido pervive: nos va convirtiendo en una sociedad más manipulable.