Por
  • Carmelo Marcén Albero

Adiós a mi coche

Es humano dudar de lo que uno siente como incuestionable, incluso de aquello que casi todos dan por seguro. De joven quise tener un coche para ampliar mi independencia y conocer mundo. A mediados de los años setenta España se motorizaba alentada por la salida de la autarquía y el desarrollo económico. La publicidad televisiva empujaba para convencernos de las cualidades de unos u otros modelos. Hubiera querido uno que se anunciaba como "elegante pero no arrogante", pero no me lo podía permitir por su precio. Me gustaba otro más pequeño porque era "para gente encantadora"; no me atraía uno barato del que decían que era "el ideal para la guerra de todos los días". Al final, el primer utilitario llegó cuando conseguí ser empleado público, obligado por los desplazamientos, que eran una odisea. Sin duda, en la compra influyó la publicidad, que aseguraba que quienes lo disfrutaban valoraban su confort (sic) y su resistente mecánica.

Mi modesto coche casi suponía una prolongación de uno mismo. Ocupaba un espacio emocional que se llenaba cuidándolo: durante un tiempo hasta vio la cera para restañar sus rasguños carroceros. Además debía durar, por lo que las revisiones anuales y cambios de aceite eran rigurosos. Apenas llevaba lujos por dentro, ni sistemas de seguridad, excepto los cinturones, ni siquiera luces de intermitencia simultáneas; hubiera sido el hazmerreír de los jóvenes de hoy, pero cumplía bien su función de ampliar el mundo. Marchaba a una velocidad pausada, a lo cual contribuían unas carreteras estrechas, sinuosas y con exiguas señalizaciones. Las vías transitables españolas, de distintas categorías y prestaciones, suponían casi 80.000 kilómetros, que un Plan General de Carreteras de 1980 pretendió ampliar. La fiebre del coche particular impregnó en nuestro país de una forma acelerada; aun así, los turismos apenas llegaban a uno de cada cinco habitantes en 1981. La cara amarga del progreso motorizado la ponían los 34.762 accidentes con víctimas de ese mismo año. Vistas las cifras de 2016 en España, uno se pregunta si aquel deseo de libertad se ha hecho realidad. Por nuestros 165.483 kilómetros de carreteras de todo tipo circulan más de 32 millones de vehículos, de los cuales casi 23 son turismos. La machacona publicidad –agresiva y con imágenes cuestionables en la utilización de símbolos– ha conseguido que el automóvil, que aparca solo mientras lo miras y hasta piensa por sus usuarios, llegue a uno de cada dos habitantes.

Si valoro el precio de adquisición de mi último coche, veo que supone una amortización anual considerable a lo largo de una década, el periodo de prestación de un buen servicio. Cada año debo añadir: un costoso seguro –que afortunadamente no he debido utilizar–, el impuesto de circulación, las revisiones periódicas con los cambios de filtro, aceite, ruedas, etc.; casi 300 euros mes tras mes. Todo esto, suponiendo que no lo saque del garaje, porque de otra forma el combustible –hube de comprarlo de gasolina para limitar algunas descargas contaminantes, en lugar de híbrido o eléctrico por cuestiones de economía del momento y el tóxico peaje de las baterías– puede suponer una elevada carga a nada que hagas unos cuantos kilómetros. Además, ahora el automóvil que me sirve es un objeto más; desapareció la afectividad juvenil por la motorización y con ella el posesivo ‘mi’.

Uno, que casi nunca utiliza el coche propio para moverse por la ciudad y poco para los grandes desplazamientos, se plantea si no sería mejor utilizar un coche alquilado o compartido para cuando no pueda usar el transporte público. Imaginando que haya bastantes usuarios parecidos, las compañías de alquiler tendrían una enorme flota a nuestra disposición, y podríamos cambiar de modelo según las necesidades o el puntual capricho. De paso, las ciudades se reconciliarían con sus habitantes, pues dejaríamos aparcamientos libres, el tráfico sería más fluido y rebajaríamos la contaminación. Los posibles empleos perdidos en su fabricación, en un lugar concreto, se compensarían con los dedicados a la prestación del servicio y el mantenimiento, en muchos municipios diferentes. Los usuarios que de verdad lo necesitasen seguirían teniendo sus coches, aunque habrían de racionalizar su uso para solidarizarse con el resto de los habitantes del planeta.