La fatalidad

No se le puede dar la vuelta. Retroceder ni un segundo. No se puede cambiar lo que ha sucedido y jamás tuvo que acontecer. Esa es la tragedia para quien queda apartado del hilo de la vida como el árbol joven segado por un hacha y para todos sus allegados. Es tan abrupto como posible. Pasa. Sucede. Nos acostumbramos a leerlos en la prensa, a verlos en la televisión, pero casi siempre nos sacuden los sucesos de una manera tangencial, un puñado de instantes que se evaporan al cabo de unos minutos de nuestra mente hasta que otro hecho más aterrador los sobrepasa. Creemos que es cosa de otros, infortunios como mucho de gente cercana, pero que no afectarán a nuestras vidas de una manera determinante. Pero pasa. Y sucede. Lo sufren cada año las decenas de víctimas de los accidentes en Aragón y sus familias, los muertos en las carreteras de la infamia, esas que siempre se quieren desdoblar pero que nunca se desdoblan. Pasa y sucede. Como el anciano que murió en el suelo de su casa sin poder pedir ayuda. O Francisco Javier, que falleció el sábado atropellado por el tranvía a los 24 años. Una fatalidad que nos llena de rabia. Y de dolor.