Soy racista (a veces)

Quién no se ha reído estos días con el vídeo de los niños británicos que interrumpen a su padre mientras está siendo entrevistado en directo en la BBC.

La escena lo tiene todo: primero aparece la niña, que entra bailando, como si tal cosa, en el despacho. El padre la aparta de un manotazo y sigue con su discurso. Entonces llega el bebé, en su tacataca, y la cara del pobre profesor es todo un poema. La cosa no puede ser peor... hasta que vemos a la madre. Entra agachada –supongo que porque piensa que así no se la ve– y agarra a sus dos hijos de donde puede en un alarde de velocidad que ya quisieran algunos plusmarquistas olímpicos. Maravilloso.

El vídeo transmite una ternura infinita, porque cualquiera que tenga niños pequeños sabe que en algún momento le harán vivir el más espantoso de los ridículos, aunque no lo retransmita en directo la BBC.

Pero además de las risas, la escena ha abierto una interesante reflexión sobre temas más complejos, por ejemplo, el racismo. Yo, lo admito, la primera vez que vi el vídeo pensé que la mujer era la niñera. Porque era asiática, porque iba vestida muy sencilla... por puro racismo, vamos.

No soy una persona racista. No creo que la raza blanca sea superior a otra ni que una persona sea mejor o peor, más lista o más tonta, por ser blanca, asiática, negra o india. Me escandalizan las declaraciones xenófobas de Donald Trump y su equipo. Y aun así, pensé que ella era la canguro.

Fui racista, igual que cuando me subieron a la habitación después de dar a luz y me horrorizó ver que compartía cuarto con una familia gitana, que resultó ser la gente más encantadora del mundo. Porque por muy modernos y abiertos que nos creamos, hay corrientes subterráneas, prejuicios arraigados, de los que es difícil escapar.

La única forma de luchar contra ellos es admitirlos, para tratar de entenderlos y de desactivarlos. Así que, consideren este artículo mi confesión. Lo siguiente será enmendarme para que no vuelva a ocurrir. Les prometo que estoy en ello.