Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Satélites meteorológicos

Las 'máquinas del tiempo', es decir, los satélites meteorológicos, cumplen años. En abril de 1960 fue lanzado el primero que pudo considerarse un éxito; cincuenta años después, no podríamos vivir sin los datos que basan las predicciones a las que tan aficionados somos y que permiten estudiar nuestro planeta.

Recreación de uno de los futuros satélites GOES-R (Geostationary Operational Environmental Satellite), desarrollados conjuntamente por la Nasa y la NOAA, que se pondrán en órbita a partir de 2015
Goes
NASA/NOAA

El 1 de abril de 1960 fue lanzado desde Cabo Cañaveral (Estados Unidos) Tiros-1, considerado el primer satélite meteorológico exitoso. Aunque se mantuvo activo durante solo 78 días, fueron suficientes para demostrar la utilidad de los satélites para indagar las condiciones atmosféricas desde el espacio.


A Tiros-1 le siguieron Tiros-2, Tiros-3 y así hasta Tiros-10. En 1964 tomó el relevo el programa Nimbus, cuyas técnicas han sido heredadas por la mayoría de los satélites de la Nasa y la NOAA lanzados desde entonces. En 1977 Europa decidió que había llegado el momento de ponerse en marcha y lanzó el primer satélite geoestacionario y meteorológico operado por la ESA, el primogénito de los famosos Meteosat.


Lo curioso es que, durante los primeros veinte años, la tecnología de estas ‘máquinas del tiempo’ se limitó a obtener imágenes del espacio, cada vez de mayor resolución, eso sí, pero imágenes al fin y al cabo. La verdadera revolución llegó cuando se incorporaron los sensores remotos, concebidos para obtener información del sistema tierra-océano-atmósfera como la extensión y temperatura de la superficie del mar, la densidad de las nubes, la distribución del vapor de agua... Además, analizando cómo los componentes de la atmósfera y la superficie terrestre interactúan con diferentes longitudes de onda del espectro electromagnético, los satélites actuales pueden descifrar su composición química. Incluso se puede calcular la velocidad y dirección del viento, usando radares y polarímetros. Sin olvidar que instrumentos como el Ocean Colour Monitor (OCM), a bordo del Oceansat-2, contienen sensores que miden el contenido de clorofila en el océano y determinan la evolución del plancton.


Con semejante cantidad de información, el verdadero problema es cómo procesar los más de 15 millones de caracteres de datos obtenidos a diario. Y ahí es donde entran en juego superordenadores como el de Reading (Reino Unido), que aloja la gran computadora del Centro Europeo para las Previsiones del Tiempo. O el Cray-XI del Instituto Nacional de Meteorología, con una capacidad punta de 500 Gigaflops (mil millones de operaciones por segundo).