Por
  • Andrés García Inda

Una felicitación para Pascual

Una felicitación para Pascual
Una felicitación para Pascual
POL

Entre las llamadas telefónicas que suelo recibir el día de mi cumpleaños para felicitarme hace ya unos cuantos años, bastantes, también estaba la suya. 

Me felicitaba, me preguntaba por todos, me daba recuerdos para todos y acababa siempre recordándome expresamente que en unos días (el 17 de mayo, día de san Pascual Bailón) era también su santo y su aniversario: "¡No te olvides, eh!", insistía, para que no dejara de felicitarle.

Creo que nunca olvidé llamarle, aunque en alguna ocasión lo hiciera, como me suele ocurrir, con algo de retraso. También sé que no era el único que recibía esa llamada tan cariñosa como interesada. Digamos que ambas cosas iban unidas: tan importante y gratuita era la felicitación como el aviso, con el que tratar de llenar de llamadas y mensajes días después su propio día, llamadas y mensajes que le recordaran lo valioso que era él también, porque también importaba a alguien.

Al poco tiempo de llegar a Tarazona se convirtió en protagonista activo de la vida de la ciudad, participando de todo cuanto podía y yendo con su carro de un lado a otro como mandadero, para sacarse unas propinas que luego poder malgastar

Este año ya no recibí su llamada de felicitación, porque falleció justo un mes antes, a los 62 años. Hacía muchos que llegó a Tarazona (¿treinta, cuarenta...?, supongo que lo hizo después de cumplir la mayoría de edad) y allí encontró su hospitium: su refugio y su hogar (el Hogar).

A pesar de sus limitaciones intelectuales y de una apariencia física difícil, que recordaba al Calabacillas de Velázquez, tenía algo de la picardía del náufrago o de la sagacidad rudimentaria que nace de la necesidad. Y como no le faltaba voluntad ni energía, al poco tiempo de llegar se convirtió en protagonista activo de la vida de la ciudad, participando de todo cuanto podía y yendo con su carro de un lado a otro como mandadero, para sacarse unas propinas que luego poder malgastar. Era casi una institución.

También hubo quien se aprovechó de su debilidad para engañarle o incluso para humillarle. Porque el mal existe, y hay quienes (fuertes con los débiles, débiles con los fuertes) no conocen otra forma de reconocimiento propio que el ejercicio del poder a toda costa. En cierta ocasión, por ejemplo, recuerdo que le robaron el carro (seguramente no fue otra cosa que una gamberrada adolescente) y ya no sé muy bien si desapareció o se lo tiraron al río. Pocas veces, quizás nunca, lo vi tan apenado.

Era casi una institución

No era taimado, porque es difícil engañar cuando el lenguaje es elemental, y sus embustes eran casi transparentes, como si fueran inevitables, la burda representación de un papel teatral llevada a cabo por un actor de pacotilla. Pero esa representación estaba tan llena de verdad como seguramente lo estaban de cariño (y no sólo de interés) sus peticiones y limosneos. Aunque ni él ni los demás supiéramos verlo así tenía, como tantos otros, la dignidad irrepetible de un retrato de Velázquez (ya lo hemos dicho) o de un personaje de Jiménez Lozano: esos seres de desdicha únicos (según don José) a los que no se les puede robar la memoria, porque carecen de ella, ni el yo, porque no han tratado de patentarlo. Una dignidad que no depende, aunque a veces lo parezca, del reconocimiento oficial, pero para la que una sencilla felicitación puede significar también un impulso.

Como ya no se le puede llamar por teléfono, imagino que le hubiera hecho ilusión recibir la felicitación públicamente y por escrito. Así, como ésta (y aunque sea, como a veces me suele ocurrir, con un día de retraso): para agradecerle ese recordatorio periódico que nos hacía cada año de lo importantes que somos todos, porque importamos a alguien. O a Alguien.

Andrés García Inda es profesor de la Universidad de Zaragoza 

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