Por
  • Fernando Sanmartín

Cosas que imaginamos

Cosas que imaginamos
Cosas que imaginamos
Pixabay

Lugares donde hace décadas la gente compraba vino a granel se han convertido en espacios de moda, en pequeños bistrós o en barras de bar donde tomar el vermú es igual que ponerte una insignia. El último fin de semana estuve en uno. 

Vi a muchachas que conspiraban contra la infelicidad. Vi a dos empresarios que se entregaban al martini como a una atractiva amante. Vi a un abuelo, con una copa en la mano, convertido en el rey del mambo. Vi a los que celebraban un cumpleaños como si fuera el despegue, con éxito, de una nave espacial. Y junto a mí, esa mañana donde todos los semáforos parecían estar en verde, había una pareja hermosa. Él llevaba una americana imponente y se daba un aire a George Clooney. Ella, desde la elegancia, vestía un traje de chaqueta y un jersey cuello de cisne. Ambos, con gafas de sol, parecían haber llegado de una playa de Bali. El azar jugaba, en apariencia, a su favor. Hablaban despacio, sin mayúsculas, y él, de repente, le puso algo en la mano con gesto cómplice, de contrabandista, y le dijo "es tu dosis", a lo que ella le preguntó: "¿Has tomada ya la tuya?". Pensé en las adicciones y en que aquella pareja no era ajena a esos fantasmas que pueden acecharnos para evitar el vacío, las penumbras o la desolación. Un rato más tarde, cuando esa pareja de anuncio de perfume había instalado una novela en mi cabeza, sucedió lo imprevisto. "Guarda tú las dosis que nos quedan", dijo él, y sacó de su chaqueta una pequeña caja. Miré como un detective y constaté de pronto que eran pastillas, sí, aunque no procedían del tráfico ilícito, qué va, eran pastillas de jalea real. Y en mi novela se rompió el argumento.

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