Economía y política confirman su divorcio, una separación sin reconciliación aparente que invita a pensar en una italianización de España. Ambos mundos, que se presuponían complementarios, se separan. 

La política nacional no alcanza a crear las certezas necesarias y la economía demanda una estabilidad institucional que no se descubre. Italia, que al término de la II Guerra Mundial sufrió un espectacular proceso de crecimiento respaldado por una cerrada unidad, ha padecido en los últimos años una intensa inconsistencia política que ha multiplicado el número de sus gobiernos y definido su naturaleza actual. Con la economía y la política discurriendo por carriles separados, se ha mantenido en el grupo de las grandes economías mundiales, pero no ha logrado frenar su inestabilidad.

En España, la bronca y la tensión políticas parece que no lastran, al menos de momento, la actividad económica. La bolsa, arropada por las energéticas y la banca, se mantiene en torno a los 11.000 puntos y el número de afiliados a la Seguridad Social roza los 21 millones, todo un récord en un momento de máxima crispación. La economía, pese a todas sus amenazas (y con unos Presupuestos del Estado prorrogados), confirma una madurez de la que carece la política o, en su defecto, busca distanciarse de un dañino efecto arrastre que frene su crecimiento. Afectados por un vaciamiento competencial del Estado, producto de una realidad más globalizada y dependiente de normativas y autoridades que trascienden los límites nacionales, los grandes agentes económicos funcionan aceptando que la inestabilidad es una variable con la que toca convivir. Con los costes laborales contenidos y la inversión industrial creciendo, las previsiones se retocan al alza. Este año 24 se atisba bueno. El turismo seguirá tirando de los datos macroeconómicos y la inseguridad que se registra en Oriente Próximo garantiza un verano con una importante ocupación, con un desplazamiento de los turistas hacia zonas más seguras.

Hasta que regresen las restricciones fiscales fijadas por Europa, la economía se está viendo beneficiada por una ola de consumo donde las dudas quedan ceñidas a su duración. Las familias, pese a haber soportado una ascendente curva de crecimiento de los precios y un acelerado incremento del coste de la vivienda, caminan sobre una realidad que se prevé más sosegada ante una próxima rebaja de los tipos de interés, siempre y cuando lo permita el alza del petróleo. La inflación se da por contenida y el dinero de los fondos europeos se nota y, como mejor prueba de todo ello, solo hay que observar la liquidez de la que disfruta el Gobierno central para aplicar sus políticas sociales.

Lo que está pasando no es tanto un desprecio del poder económico hacia el político como una incomparecencia de este último. Los perfiles políticos con voluntad de influencia o con un deseo de intermediación respecto a los criterios definidos desde Bruselas y Fráncfort se han diluido. Así, ante las dudas, y frente a un posible freno, la economía ha optado por no esperar, por no detenerse e incorporar una mirada tecnócrata que, desde luego, no está exenta de ideología. Un riesgo que invita a pensar en una minoración de la capacidad de intermediación de la política. La buena noticia es que los números encajan y presuponen una etapa de bonanza gracias a un tejido empresarial cada vez más profesionalizado. La mala noticia es que no se sabe quién está al frente de la nave y por cuánto tiempo la corriente será favorable.

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