Por
  • Pedro Cía Gómez

Cultivemos la empatía

La base biológica de la empatía puede estar en nuestro cerebro.
La base biológica de la empatía puede estar en nuestro cerebro.
Mohamed Hassan / Pixabay

A nadie extrañará encontrar hoy un grupo de amigos reunidos, en silencio, atendiendo todos sólo a sus teléfonos móviles y comunicando cada uno con alguien que no está presente. 

Estas escenas nos recuerdan la utilidad extraordinaria de nuestros móviles; pero nos llevan también a valorar las capacidades de nuestro cerebro y, entre ellas, las que posibilitan la sintonía con los que nos rodean.

A finales de 2023, resumía Giacomo Rizzolatti sus investigaciones sobre el cerebro. Le sorprendió, realizando experimentos, comprobar en el cerebro del animal de experimentación que las neuronas motoras se activaban, no solo con los movimientos del animal, sino también cuando éste observaba las acciones de otro. Este fenómeno se comprobó también en personas. Denominaron a estas neuronas que reflejan movimientos de otros, ‘neuronas espejo’ (NE). Se comprobó además que las NE se activan también observando emociones ajenas. Es como si las pasiones fueran contagiosas. Dijo entonces el dramaturgo Peter Brooke que la ciencia había descubierto las bases biológicas de algo que en el teatro siempre se ha puesto en práctica, que es el contagio al espectador de las emociones que transmiten los actores mediante gestos, movimientos o palabras. Todos tenemos experiencia de la risa contagiosa o del sentimiento por la desgracia de un amigo. Todos hemos experimentado la tendencia a bostezar cuando vemos que alguien lo hace en el curso, por ejemplo, de una interminable conferencia.

Algunos investigadores ya han deducido que estas NE son en realidad la base biológica de la empatía. Es la empatía «la capacidad de captar en mí las vivencias de los otros», según explicaba la eminente filósofa Edith Stein (1891-1942). Su maestro, Husserl, ya había estudiado este fenómeno. La capacidad de empatía nos permite ponernos en el lugar del otro. Todos poseemos esa capacidad. Se detecta ya en la infancia y se desarrolla a lo largo de la vida.

Algunas prácticas y actitudes recomendadas por expertos permiten aumentar nuestra empatía. En primer lugar y, como decía Stein, para captar las vivencias ajenas, es necesario atender a la otra persona; prestarle una escucha activa, es decir, centrándonos con atención en lo que dice y, con gestos y breves afirmaciones, hacerle ver que escuchamos, e, incluso repitiendo alguna palabra o frase breve que nos ha dicho, expresarle que estamos asimilando su relato. Mirar a quien nos habla, mantener el contacto visual durante la conversación es una actitud muy favorable. Es preciso valorar las emociones del otro, pensar que los sentimientos de la otra persona merecen consideración, aunque podamos no estar de acuerdo. A la vez que conversamos nos fijaremos en expresiones de comunicación no verbal (gestos, movimientos de manos…). Todas estas actitudes, que favorecen la comunicación, aumentan la empatía. El acto empático debe completarse haciendo ver al otro que realmente le hemos comprendido, haciéndole percibir nuestra sintonía con su situación. La mejor demostración de que hemos comprendido es, desde luego, hacer nuestra la situación del otro y prestar apoyo con naturalidad. En fin, aunque el móvil nos reclame, atendamos también al de al lado. Cultivemos la empatía.

Pedro Cía Gómez es catedrático de Medicina Interna

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