Estoy asustado. Temo lo que pueda ocurrir con eventos culturales que he disfrutado alguna vez. Por ejemplo, el carnaval caribeño de Notting Hill, que se celebra desde 1966. En este barrio de Londres me topé un verano con un multicolor festival callejero que me sumergió en la pujante diversidad de una urbe mestiza.

También me acerqué un año a la Mostra de Venecia. Paseando entre canales, descubrí una galería humana variopinta. Desde hace ochenta años, turistas y gentes del cine se juntan, sin mezclarse, durante dos semanas para disfrutar del séptimo arte.

Junto al lago Leman, en la localidad suiza de Château d’Oex, me enseñaron una gran concentración de globos aerostáticos. Una vez en el aire, el Mont-Blanc, el Eiger y el Cervino se pueden observar desde las alturas. Se trata de un acontecimiento que ya ha celebrado 44 ediciones.

Lo que más he encontrado al viajar han sido pequeños festivales o conciertos callejeros, organizados desde hace décadas para dinamizar la ciudad que los alberga. En Ámsterdam son de música folk cerca de la casa de Ana Frank. En Washington, de villancicos junto a la Casa Blanca.

Ahora me inquieta qué ocurrirá con estos y otros espectáculos. Confío en que los alcaldes de Londres, Venecia o cualquier otra ciudad utilicen criterios diferentes a los de Natalia Chueca a la hora de programar actividades culturales. La regidora ha cancelado el Encuentro Internacional de Folclore en Zaragoza con un argumento sorprendente: "Es verdad que es bonito e interesante, pero ya lo hemos tenido durante muchos años".

Si el evento es tedioso hay que suprimirlo inmediatamente por aburrido. Pero si es "bonito e interesante", la veteranía es una virtud.

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