Viendo cómo se desenvuelve la vida política española, sorprende a veces que las cuestiones administrativas y los servicios públicos funcionen en general, no digo que muy bien, que hay de todo, pero al menos de manera regular, sin hundirse ni dejarse arrastrar a cada momento al tráfago de las luchas partidistas. 

Hay que suponer que esto es así porque por debajo del nivel propiamente político trabajan en los asuntos públicos muchos buenos profesionales. Pero hay un riesgo evidente de que los vicios de la política contaminen la actividad de la Administración. Y sobre este asunto han escrito esta semana en nuestra Tribuna, desde perspectivas diferentes, el economista Eduardo Pérez Barrau y el catedrático de Derecho Administrativo José María Gimeno Feliu. Pérez Barrau criticaba los nombramientos ‘a dedo’ y con criterios partidistas de altos cargos de la Administración que deberían tener un perfil técnico, basado en la eficacia y la preparación, y no político ni aún menos clientelar. «Los nombramientos con aval político -señala Pérez Barrau- ahuyentan a los perfiles meritocráticos de las responsabilidades ejecutivas en el sector público», provocando la huida de muchas persona preparadas y vocacionales y descapitalizando así los recursos humanos dedicados al servicio de toda la sociedad. Mal negocio para la ciudadanía. Gimeno Feliu, al hilo del resurgir de la corrupción con el caso Koldo, proponía la elaboración de una ‘Estrategia Nacional de Integridad’ que sirva para «consolidar un pilar institucional esencial como es el de la transparencia y rendición de cuentas» y que consolide «una conciencia crítica y responsable que no deje espacio alguno de tolerancia con la corrupción o las ineficiencias». Seguro que muchos lectores estarán de acuerdo con nuestros dos articulistas. Lo malo es que los políticos, como vemos cada día, siguen a lo suyo.