Pan y cebolla

Pan y cebolla
Pan y cebolla
Heraldo

Uno de los manjares preferidos de mi padre era la cebolla aliñada con un poco de aceite y sal. Eso sí, bien acompañada de pan y, cuando había, de aceitunas negras de las de la tierra llana. Mi madre preparaba aquel manjar de distintas maneras. Si la cebolla era dulce, como la de Fuentes, entonces sólo tenía que cortar al gusto. 

Unas veces conseguía unos ‘rodeles’ perfectos, anillos salidos de una esfera natural, parientes del número ‘pi’. Otras, rasgando por capas, preparaba unas ‘cullaretas’ donde añadía unas gotas de vinagre produciendo una combinación de colores siempre distinta y sorprendente.

En esta sociedad secularizada, materialista y opulenta, donde las pantallas opacan lo esencial de la vida, consumimos vorazmente como si no hubiera un mañana

Si la cebolla era de las que levantan la boina y hacen llorar, entonces mi madre la escaldaba sin llegar a cocinarla. El hervor del agua quita la fuerza a la cebolla y despierta el dulce que lleva dentro. Algo que también conseguía pasándolas por el horno, mientras preparaba otros platos, o envolviéndolas en papel de aluminio –de plata, decíamos– y poniéndolas en las brasas, junto con las patatas. Mi padre disfrutaba con todas las versiones. Mi madre a veces las mezclaba abriendo alguna lata de sardinetas o de atún, pero lo importante era siempre la cebolla. La versión más sencilla era una apuesta segura. Sólo había un problema: la cebolla deja huella. No basta con lavarse bien los dientes. Por eso, si tenía que salir de casa, se ponía un par de granos de café en la boca. Los paseaba un rato y yo creo que los terminaba masticando. No sé con certeza cómo hacía, pero funcionaba. Se neutralizaba un aroma con otro.

Tras la muerte prematura de mi padre, mi madre dejó aquellos ‘guisos’. Nunca volvió a ser igual. Sin él se rompió el sentido del mundo. Le dio la vuelta al refrán. Los momentos felices donde el mejor festín eran el pan y la cebolla pasaron a ocupar otra dimensión de la realidad. La pérdida de mi padre nos rompió y nos obligó a sobrevivir. Con el tiempo, fuimos reconduciendo la vida. Lidiando con las cosas cotidianas, aprendiendo y descubriendo el lado radical de la existencia. Pasando de lo sublime a lo ordinario y viceversa… Un día compramos un microondas. Mi madre descubrió distintos usos e incluso probó con las cebollas. Era una forma más rápida de escaldarlas y quitarles fuerza. Tras años de duelo y metabolizada la adversidad, fue un modo de recordar sabores y afectos.

Nos olvidamos de sabores elementales
y de disfrutar de lo sencillo, como el pan y la cebolla

De hecho, con su muerte, el dolor emocional fue tan intenso que mi madre estuvo a punto de irse con mi padre. Desarrolló una enfermedad autoinmune, la de Graves-Basedow, que la llevó al hospital. Su tiroides estuvo batallando con su voluntad y su espíritu. Si no hubiéramos estado mi hermana y yo por ahí, adolescentes perdidos y sin rumbo, habría salido volando a buscar a su esposo, a quien tanto quería y nunca dejó de querer. En mi caso, tardé mucho en caerme del guindo y procesar aquellos sentimientos. La lealtad, la confianza y el apoyo mutuo que se tenían nuestros padres fue un pilar donde resistir al sinsentido. La fe inquebrantable de mi madre nos mostró un camino para seguir. Ella no pudo estudiar, pero hizo suyo el lema oxoniense ‘Dominus Illuminatio Mea’. Ahora esa luz sigue ahí, en una sociedad secularizada, materialista y opulenta, donde las estrellas Michelin, los focos y las pantallas opacan lo esencial de la vida, mientras consumimos vorazmente como si no hubiera un mañana. Y nos olvidamos de manjares elementales y de disfrutar de lo sencillo. Quizá es momento para retomar de Epicuro su austeridad para confirmar que "nada es suficiente para quien lo suficiente es poco".

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos por Chaime Marcuello en HERALDO)

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