Por
  • Andrés García Inda

La inutilidad del ayuno

La inutilidad del ayuno
La inutilidad del ayuno
Heraldo

Hace unos días, la llegada de la Cuaresma trajo consigo, como en voz baja, el recordatorio de una vieja fórmula algo en desuso: ayuno y abstinencia. 

Para la mayoría, la misma expresión resulta absurda e ininteligible, o tiene el sabor rancio de una antigualla cultural, anacrónica y obsoleta. Pero en cierto modo también podría considerarse un refrescante y provocador vestigio contracultural, un gesto que es a la vez un desafío y una vía de escape al callejón sin salida de la rentabilidad y el pragmatismo, en el que vivimos habitualmente.

La vieja prescripción religiosa del ayuno y la abstinencia en estas fechas previas a la Semana Santa parece haber perdido todo sentido en nuestro tiempo

¿Ayuno y abstinencia? –nos preguntamos escépticos y, dicho sea de paso, algo arrogantes–, ¿para qué? Por lo general ya no nos cuestionamos el porqué, sino el para qué de las cosas. Y la diferencia es sutil, pero muy propia de nuestro tiempo. Porque el porqué enlaza con la fuente, con el origen; mientras que el para qué, en cambio, apunta hacia un fin que en nuestros días se interpreta casi siempre en términos de utilidad. Todo tiene que ser(me) útil o servir(me) para algo y si no, carece de interés y de sentido. De ahí el esfuerzo de algunos, incluso entre quienes las practican, por mostrar el beneficio o el provecho que tales costumbres procuran, entendidas como una propuesta ascética de liberación tanto corporal como, a la vez, espiritual; o la búsqueda de nuevas formas de ayuno y abstinencia, más útiles y eficientes, o más acordes a los nuevos tiempos. Yo no dudo de tales beneficios, la verdad, y es cierto que se puede y se debe ayunar de muchas cosas, pero no sé si quienes así argumentan no estarán confundiendo en realidad el ayuno con la dieta. Y tal vez se trata de cosas no solo diferentes, sino incluso antagónicas.

Y sin embargo, puede tener el mismo valor que el que conlleva encender una candela en un mundo electrificado

Porque a diferencia de la dieta, el sentido del ayuno y la abstinencia quizás resida precisamente hoy día en la belleza de su inutilidad. Y más todavía cuando no se trata sólo de un gesto individual, sino compartido en el tiempo y en el espacio con otros: uno de esos gestos aislados, discretos e inservibles a los ojos del mundo, como pequeños islotes de un archipiélago, o como hebras frágiles, casi invisibles, que trenzan el hilo de la memoria común. En la era de la dietética el ayuno tiene la misma utilidad que la que conlleva encender una pequeña candela en un mundo electrificado, para detenerse a contemplar un rato cómo asciende ansiosa y débil la llama, buscando un cielo; la misma utilidad que depositar en silencio una flor o una piedra en la tumba de alguien, incluso en la de un desconocido; la misma que memorizar un trabalenguas o un poema; la misma que musitar una vieja oración o cantar una canción; la misma que ascender una montaña o cuidar con mimo unas macetas; o la misma que dibujar o escribir en la arena o en un cristal empañado algo, tal vez un nombre, que el tiempo fugazmente borrará. Porque no se canta, ni se reza, ni se cuida, ni se desea algo solo con la mente o con la palabra, sino con la atención de todo el cuerpo, incluso con la de las tripas. Y sabemos también que a menudo el gesto más fecundo es el aparentemente más pequeño, inútil y absurdo; y que lo que más nos llena es lo que de algún modo, y aunque solo sea por un día, o por un instante, nos vacía.

Andrés García Inda es profesor de la Universidad de Zaragoza

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