Por
  • Andrés García Inda

Maridajes

Maridajes
Maridajes
M. STUDIO

Uno de los efectos no sé si perversos, pero sí palmarios, de eso que suele llamarse polarización ideológica es la contaminación política del debate cultural. La cuestión, con todo, debe tomarse ‘cum grano salis’. 

Por un lado, porque la polarización también tiene aspectos positivos (o habría que distinguirla, como hacen otros, de la polaridad); y porque en lo que a los efectos negativos se refiere, como ya hemos dicho en otras ocasiones, su denuncia suele ser a menudo una estrategia de parte para avivarla (como cuando Menganito acusa a Fulanito de ser "un imbécil que solo sabe insultar").

Por otro lado, además, que la cultura tiene implicaciones políticas es algo inevitable y evidente. Pero lo que ya no lo es tanto es que tales implicaciones deban convertirse en el criterio principal y definitivo de la interpretación estética. Es esa imposición de agendas políticas en la creación e interpretación de la obra de arte lo que antes hemos llamado contaminación y que los más refinados y lagoteros podrían denominar ‘maridaje’. En cualquier caso, según eso, la obra de arte lo es en función de su sintonía con un determinado mensaje o proyecto político-ideológico; y por lo mismo la aceptación o el rechazo de la misma revela lo que los franceses llaman un ‘parti pris’: una inclinación que se convierte de modo automático en una toma de posición. O de partido.

No son pocos los ejemplos que podríamos poner al respecto: desde la supresión del festival Periferias, entre nosotros, hasta la más reciente elección de la canción de Eurovisión, pasando también, por qué no, por la polémica sobre el cartel de la Semana Santa sevillana. En todos esos casos, como en tantos otros, si uno manifiesta su gusto o disgusto con tales propuestas es políticamente etiquetado, ipso facto, de lo que sea, a la vez que diagnosticado con algún tipo de trastorno o fobia ideológica. Como si no pudiera existir un ‘cúmulo acumulado’ (con perdón de la cita cultural) de razones estéticas (y políticas, por supuesto), tanto a favor como en contra, que no fueran la simple estigmatización del adversario. Lo curioso de ese maridaje de la cultura con el poder es que éste consigue así adornarse con el lustre de lo aparentemente subversivo (poder subversivo: el oxímoron por excelencia) y aquella disfrutar, aunque sea ilusoria y momentáneamente, del relumbrón del éxito y la notoriedad social. Ambos hacen pasar así, en perfecta armonía, la dominación y la servidumbre (la propia y la ajena) como si fuera un creativo ejercicio de transgresión.

Lo curioso del actual maridaje de la cultura con el
poder es que éste consigue así adornarse con el lustre
de lo aparentemente subversivo y aquella disfrutar, aunque sea ilusoria y momentáneamente, del relumbrón del éxito y la notoriedad social

Marc Fumaroli atribuía la invención de la política cultural al Estado francés, del que en esto hemos sido alumnos aplicados. "La cultura de Estado –escribía en ‘El Estado cultural’– ha funcionarizado y clientelizado cada vez más profundamente las artes y las letras, y las ha comprometido con el ‘music hall’ político-mediático más que en ningún otro país del mundo. Con este subterfugio, que ha hecho reaparecer el régimen de las pensiones, las prebendas y las sinecuras del Antiguo Régimen, todo un mundo, antes reacio y más bien tendente a la rebeldía, se ha adherido a las ideas establecidas por el poder, y mantiene frente a él una prudencia extremadamente respetuosa". Pues como nosotros, ¿no? ‘And the winner is...’.

Andrés García Inda es profesor de la Universidad de Zaragoza

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