Por
  • Julia López-Madrazo

A la madre de Navalni

Lyudmila Navalnaya, madre del disidente ruso Alexéi Navalni, acompañada del abogado Vasily Dubkov.
Lyudmila Navalnaya, madre del disidente ruso Alexéi Navalni, acompañada del abogado Vasily Dubkov.
Maxim Shemetov / Reuters

Señora, no hay consuelo cuando se pierde a un hijo. Pero no puedo ni imaginar la tragedia que debe de suponer asistir a cómo lo asesinan a cámara lenta. La he visto en la puerta de esa horrible prisión del círculo polar Ártico exigiendo que le devolvieran el cadáver y se me caía la cara de vergüenza.

Cuando escuché la noticia de su muerte, se me agarrotó el corazón. Y mira que se veía venir… Pero la vida sigue, y tenía que darle un biberón a mi nieta de cuatro meses. Pensé que cuando sea mayor, si vivo, le explicaré, si soy capaz, que su hijo fue un valiente que lo envenenaron y mataron de frío y calamidades sólo por defender un punto de vista diferente del de ese monstruo de Putin, que les gobierna a ustedes y al que le van a volver a votar. Ustedes, que son un gran país, la Madre Rusia, el más extenso del planeta y que llevan siglos haciendo cosas que generan tanto sufrimiento que los vulgares mortales como yo no alcanzamos a comprender.

Las condenas no sirven de nada cuando sabes que los destinatarios no se dan por enterados; así que sólo puedo compartir su impotencia y llorar lágrimas indignadas. Le parecerá una estupidez pero no sabe cuánto detesto el frío, pasé mucho trabajando en mi juventud. Y a menudo pensaba el que debía de sufrir su pobre hijo en esa cárcel a no sé cuántos grados bajo cero, sabiendo que lo tenían allí a idea para rematarlo tras superar el envenenamiento. Tanta maldad me supera y no sé cómo digerirla ni combatirla. Me gustaría ayudarle, darle consuelo, pero no sé cómo. Y eso mismo les pasa a millones de personas decentes a las que, siendo la mayoría en este planeta, nunca se nos escucha.

Estoy rallando queso para una lasaña que cenarán mis otros nietos y no quiero mirar las noticias por si la vuelvo a ver a usted, tan digna, en la puerta de esa cárcel polar, reclamando el cuerpo de su hijo, porque no dormiría en toda la noche. Así de pequeña me siento ante semejante tragedia. ¡Malditos bastardos! Tarantino se quedó muy corto en su famosa película. Los dictadores nunca tienen límites. Y nosotros seguimos sin aprenderlo.

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