Por
  • Julio José Ordovás

Fuera del tiempo

Amanecer en Zaragoza con cielos despejados este martes.
Fuera del tiempo
HA

No querría vivir por nada del mundo en una habitación forrada de corcho, como Proust. Me gusta demasiado el bullicio de la calle, necesito estar conectado a la ruidosa realidad, aunque eso signifique que noche tras noche tenga que soportar las discusiones de los vecinos de arriba.

¿Cómo capturar la ciudad? ¿Cómo atrapar el frenesí callejero? No hay quien no se sienta protagonista de su propia película, pero la vida en esta ciudad, como en cualquier otra, es una teleserie en la que todos somos extras.

Me maravillan esos momentos de nerviosismo colectivo, de agitación laboral, que se viven en torno a las ocho de la mañana, cuando parece que va a dar comienzo el rodaje de un nuevo episodio y todos se aprestan a ocupar sus puestos en el escenario.

Yo también me dirijo a mi puesto de trabajo después de haber dejado a mi hijo en el colegio. Soy una pieza más en la cadena de montaje de la ciudad.

Temprano, sobre las siete y cuarto, cuando bajamos del autobús en Constitución y atravesamos corriendo la plaza de Aragón para no perder el tranvía, mi hijo y yo saludamos a Juan de Lanuza. "Buenos días, Don Juan”, le decimos, y coreamos al unísono: "En Aragón, antes fueron leyes que reyes". Y el héroe decapitado nos lanza una sonrisa de bronce que nos reconforta.

No siento que la ciudad me devore. Todos somos Zaragoza. Zaragoza es mi hijo, pequeño pero astuto observador de la realidad. Apretujados en el tranvía, cruzamos el río fiel, como Jarnés llamaba al Ebro, contemplando el amanecer sobre el Pilar y el puente de Piedra. Es como si mi hijo y yo estuviéramos fuera del tiempo, contemplando el amanecer desde afuera, más allá del tiempo. Aprieto entonces la mano de mi hijo y me digo: todo está bien.

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