Un tesoro desconocido

Un tesoro desconocido
Un tesoro desconocido
Heraldo

Abrí el pesado cajón de una vieja cómoda. Allí apareció una exquisita mantelería con bordados Richelieu, prueba del paciente buen hacer de nuestros antepasados. Aunque algo amarillentos los pliegues, su estado era impecable. Mostraba el esplendor con el que fue confeccionada. ¿Qué más tesoros ocultos encontraría en aquella vieja y centenaria casona?

No quiero contar una historia de descubrimientos de antigüedades olvidadas, pero sí hablar de otro tesoro. La vieja casona de la historia no es otra que nuestra bimilenaria Zaragoza y la magnífica artesanía, tejido y mueble, es un monasterio casi olvidado sito intramuros de la vieja Caesaragusta desde hace más de siete siglos, aunque hoy dejado fuera de los circuitos turísticos y culturales, el Monasterio de la Resurrección de la Canonesas del Santo Sepulcro de Zaragoza.

Desde el siglo XIV, y con la breve interrupción habida durante la Guerra de la Independencia, las Canonesas han ocupado y se han preocupado de una joya del mudéjar aragonés a la que, hoy, el desinterés de algunos y el desconocimiento de muchos pueden condenar a lo que los siglos no han logrado. En la calle Don Teobaldo, sobre la muralla romana y flanqueado por la iglesia de San Nicolás y con fachada de Ricardo Magdalena, encontramos arte e historia viva de la ciudad. Sería un delito de lesa inteligencia no dar luz a tanto arte e historia como los que allí se encuentran. Y a una comunidad de religiosas cuyo carisma canónico es la vida comunitaria, la liturgia y la oración, pero también la vocación de servicio para el desarrollo de la dignidad humana de las personas que a ellas se acercan. Unas religiosas que solo han dejado de ejercer estas tareas cuando rígidos decretos conciliares les obligaron a ello, pero retomándolas en cuanto nuevos aires soplaban.

El Monasterio de la Resurrección merece mucha más atención que la recibida. La historia se estudia desde la óptica del ser. Así somos, porque nuestros ancestros así fueron. Pero con el Monasterio y la Comunidad podemos añadir otra perspectiva. Además de ser, están. Siguen aquí, entre nosotros, son testimonio presente de una historia de siete siglos, y seguirán construyéndola hasta que el cuerpo aguante. No es comprensible que nos maravillemos por fábulas y leyendas, que las narremos con orgullo, solo si los protagonistas ya no conviven con nosotros. En este caso no podemos esperar hasta el final del relato.

Todos pueden acercarse a una comunidad integrada también por laicos, voluntaristas y sabedores de que lo que atesoran esos muros es y debe ser patrimonio que todos puedan usar. Está al alcance aprender del valor artístico del monasterio, su archivo disponible para estudiosos e investigadores, conocer cómo era la vida monástica, sus estancias y aposentos y muchas cosas más. ¿Se imaginan sentados en un refectorio practicando como lo hacían las hermanas? ¿O pasear por un claustro en el que solo se escucha el silencio a pesar de estar a pocos metros de las Tenerías? ¿Y ver una magnífica sala capitular que luce todo el esplendor de su decoración medieval? En el Monasterio podrán sentirlo.

Quiero terminar diciendo, especialmente para el lector interesado, que a pesar de que la orden se fundó en 1304, y el monasterio en 1306, es posible encontrar una magnífica información en el sitio web del Monasterio. Del siglo XIV al siglo XXI en un solo clic. Que continúe solo depende de nosotros.

Ana Isabel Elduque es catedrática de Química Inorgánica de la Universidad de Zaragoza y decana del Colegio Oficial de Químicos de Aragón y Navarra

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Ana Isabel Elduque)

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