A vueltas con el 'lawfare'

Las sanciones comerciales pueden ser una forma de 'lawfare' en el ámbito internacional.
Las sanciones comerciales pueden ser una forma de 'lawfare' en el ámbito internacional.
Anatoly Maltsev / Efe

La Fundación del Español Urgente ha escogido ‘polarización’ como la palabra de 2023. Aunque, si hubiera limitado su estudio a los dos últimos meses, quizá el resultado hubiera sido distinto. Porque el anglicismo ‘lawfare’, que la edición impresa de ‘La Vanguardia’ había utilizado 31 veces entre el 1 de enero y el 30 de septiembre, registró nada menos que 150 menciones entre noviembre y diciembre.

‘Lawfare’ es un término que procede de la ciencia militar y se forma por contracción de dos palabras inglesas: ‘law’ (ley o derecho) y ‘warfare’ (forma de hacer la guerra). Un oficial jurídico de la Fuerza Aérea norteamericana lo puso en circulación en 2001 y desde entonces la palabra no ha dejado de crecer en popularidad, aunque en ocasiones se utilice en sentidos muy alejados del primitivo.

En esencia, ‘lawfare’ no es otra cosa que el uso de instrumentos legales en substitución de los medios militares tradicionales para alcanzar un objetivo operacional o estratégico. Un ejemplo muy conocido es la imposición de sanciones. Las dificultades económicas que se ocasionan a un adversario tienen influencia sobre su capacidad de generar (o de regenerar) potencial militar, lo que hace que el efecto de las sanciones equivalga al de la destrucción física de medios militares mediante acciones de combate (lo que los militares llaman ‘acciones cinéticas’). En este sentido, el ‘lawfare’ fue identificado inicialmente como una alternativa a la guerra convencional. Una alternativa menos destructiva, más humana.

No siempre el ‘lawfare’ tiene como objetivo principal la disminución del potencial militar del adversario y, con él, la erosión de su voluntad de lucha. Cuando la medida legal consiste en la persecución penal de los líderes del otro bando (el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia es el ejemplo clásico), lo que se consigue es que la parte contraria, al verse sin salida, extreme su resistencia. ¿Por qué se hace, entonces? Pues porque al estigmatizar al adversario resulta más fácil conseguir el apoyo de la población propia y el respaldo de los aliados a un uso cada vez mayor de la fuerza armada, algo que, por motivos morales, pasa a ser considerado poco menos que obligatorio.

Fuera del contexto bélico para el que fue creado, tiene poco sentido hablar de ‘lawfare’. En un Estado de derecho, el cumplimiento de la ley no es opcional, sino obligatorio. Para todos. Los jueces, en particular, no pueden olvidar ciertos preceptos legales o hacer una lectura selectiva de ellos para adaptarse mejor a las conveniencias políticas. Y, si lo hacen, no practican el ‘lawfare’, sino que incurren en prevaricación.

Por eso, cuando hablamos de ‘lawfare’ en la política interna de un país estamos dando a entender que para nosotros el otro es un enemigo al que tenemos que derrotar y excluir, no un adversario con el que podemos llegar a pactar soluciones de compromiso. Desde este punto de vista, la vida política sería una guerra incruenta, pero guerra al fin y al cabo. La batalla legal para impedir que Donald Trump pueda presentarse a las elecciones presidenciales es un ejemplo típico de ‘lawfare’ interno. También lo fueron los intentos por parte de Trump de buscar en Ucrania información legalmente comprometedora sobre Hunter Biden, el hijo del actual presidente, o la cadena de demandas legales con las que Trump intentó bloquear la oficialización de los resultados de las elecciones de 2020.

Una característica de algunas modalidades de ‘lawfare’, tanto externo como interno, es que para alcanzar sus objetivos no es necesario que lleguen a término los procedimientos legales que se emprenden. Como lo que pretendemos es criminalizar al adversario, desestabilizar su posición política y consolidar las fuerzas del propio bando, la mera presentación de una denuncia puede ser suficiente para conseguir los efectos que se buscan. Recogido y ampliado por los medios de comunicación y por las redes sociales, este primer paso sirve ya para desprestigiar al adversario y para dificultar cualquier futuro entendimiento con él. Equivale, pues, a ‘quemar las naves’.

En un sistema democrático, la competencia política nunca debe ser vista como una ‘lucha’ o una ‘guerra’, sino como una enriquecedora interacción entre grupos y personas con pareceres diversos que buscan por caminos distintos el bien común. El bien para todos. Libertad sin ira. Sin polarización. Sin ‘lawfare’.

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