Por
  • Jorge Villarroya Greschuhna

Viejos deberes para un nuevo año

Viejos deberes para un nuevo año
Viejos deberes para un nuevo año
Heraldo

Amediados de enero puede parecer ingenuo mantener la esperanza de que, de una vez por todas, en 2024 se aborden las reformas económicas estructurales que faciliten que las empresas puedan continuar contribuyendo al bienestar futuro de la sociedad española. Teniendo en cuenta, además, que el Gobierno central es la clave de bóveda de cualquier agenda reformista.

De hecho, las reformas estructurales pendientes no constituyen sino los viejos deberes sobre los que se debate a cada inicio de legislatura con el objetivo de impulsar una economía altamente competitiva y sostenible, y con la finalidad de contribuir y mejorar nuestro Estado del bienestar. El tiempo perdido no puede recuperarse, pero cada vez más tenemos la sensación de que mientras nosotros estamos agotando demasiadas oportunidades… otros países sí están haciendo los deberes.

Tal y como se ha publicado recientemente, el PIB per cápita de España respecto de la media del área del euro –lo que excluye a Dinamarca o Suecia, no se olvide tampoco– ha retrocedido significativamente, al punto de que nuestro país mantiene una brecha en riqueza por habitante de alrededor de un 15% y un país como la República Checa nos ha adelantado. Y sí, hasta la Gran Recesión de 2008 la senda de convergencia entre España y sus socios comunitarios fue una realidad, desde entonces la tendencia se ha invertido.

En adición a lo expuesto, aquella senda de convergencia se asentó más sobre un incremento de los ocupados propulsado por la burbuja inmobiliaria que sobre ganancias de productividad. Y, a largo plazo, el crecimiento económico y la correlativa expansión de la política social solo son posibles en una economía que sea capaz de mejorar sustancialmente sus niveles de productividad. Por consiguiente, no debemos seguir hablando de las imprescindibles reformas que la economía española debe realizar sino que tenemos que ser capaces de que vean la luz.

La mejora de la productividad, imprescindible para el crecimiento económico, solo será posible si se abordan una serie de reformas que llevan mucho tiempo esperando

No se trata de hacer una exhaustiva relación de medidas a ejecutar. Ahora bien, sí parece ampliamente aceptado que entre los viejos deberes que acumulamos sobre la mesa estarían los siguientes: en primer lugar, constatado el envejecimiento de la población y el impacto que la inteligencia artificial va a tener en el futuro económico de nuestro país, resulta ya impostergable una reforma de calado de la educación. No podemos seguir tratando de converger estadísticamente con nuestros socios europeos a base de rebajar el nivel de exigencia o de implantar reformas que ya han sido desechadas en países como Francia o Finlandia por su inoperancia. La tasa de abandono escolar, la escasez de titulados en algunos ciclos formativos o el desequilibrio de universitarios entre titulaciones muy y escasamente demandadas por las empresas es un hándicap para el futuro económico del conjunto de la sociedad.

En segundo lugar, el funcionamiento del mercado de trabajo es muy imperfecto, con una escasa movilidad y una precariedad por encima de la media europea. Debemos ahondar en una reforma del mercado laboral que profundice en la ‘flexiseguridad’ que tan buenos resultados ha proporcionado a Estados como Dinamarca, lo que, a su vez, porque son dos caras de la misma moneda, debe conducir a un pacto de Estado sobre pensiones que dote de seguridad a una política intrínsecamente intergeneracional y de largo plazo.

En tercer lugar, el papel capital que el sector público juega y debe jugar en cualquier economía desarrollada motiva que el aumento de la competitividad debe también partir de una reforma de todos los niveles territoriales de la Administración: de un lado, liberando recursos para la inversión pública, estancada desde hace casi dos décadas; de otro lado, a través de una racionalización del gasto público corriente que permita aprobar una fiscalidad más eficiente y del impulso de mejoras en los incentivos de los gestores públicos (hoy prácticamente inexistentes) que logren incrementar la productividad; y, finalmente, mediante la aplicación de un criterio de racionalidad a la promulgación de normas que, más allá de suponer, como lamentablemente suele ser habitual, una carga burocrática, en poco ayudan a mejorar la producción de bienes y servicios de calidad. Sobre este último punto el desarrollo tecnológico debe actuar como palanca ineludible, pero justamente precisa de recursos con los que financiar la inversión inicial.

Las reformas indicadas, a las que seguramente se podrían añadir muchas más sempiternamente postergadas, no son menores ni pueden ser propiedad de un Gobierno, pues su éxito solo resultará alcanzable si se construyen sobre la base de un amplio consenso parlamentario. Un consenso actualmente difícil de encontrar en España y seguramente en la mayoría de las democracias occidentales, pero que deviene imprescindible para la prosperidad de cualquier país. Aunque ésa sí es una historia para otra ocasión. Sin embargo, las reformas pendientes, a la luz de los datos económicos, cada vez resultan más urgentes y necesarias para que nuestra nación recupere con éxito la senda de convergencia.

Jorge Villarroya Greschuhna es presidente de la Cámara Oficial de Comercio, Industria y Servicios de Zaragoza

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