Embrujada

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Embrujada’, la serie de televisión de los años 60, me hizo mucho daño. Yo quería ser como Samantha, que despachaba las tareas del hogar con un simple movimiento de su naricilla. La cocina se limpiaba y se recogía ella sola. Los platos volaban y ella sonreía satisfecha. 

Le había prometido a su marido mortal que no usaría la magia, que sería un ama de casa tradicional, que aprendería a cocinar y todas esas cosas, pero no podía evitar ser una bruja. A mí ese marido me parecía un imbécil. Lo odiaba tanto como lo odiaba la madre de Samantha, que también era bruja. Durante un tiempo intenté practicar la telequinesia. Creía que si me concentraba, si miraba fijamente un cenicero, por ejemplo, podría desplazarlo antes de que mi padre echase la ceniza en él. Yo quería tener poderes y nunca me casaría con un imbécil. Con los años tendría que aceptar la realidad, que suele ser muy vulgar aunque haya aprendido a esquivar a los imbéciles. Pero, de vez en cuando, sin proponérmelo mucho, lo mágico se cuela en mi rutina. Mi tía Amanda, que cumplió años el 11 de enero, quería celebrarlo como es debido. En el último momento pensé que le compraría unas copas de helado para su nueva casa. En la tienda me dijeron que no les quedaban mientras yo las estaba viendo, diez copas hermosísimas, tal como las había imaginado, en lo alto de una estantería. La dependienta se disculpó perpleja, no las había visto nunca. A mi tía le encantaron. Las puso en una vitrina donde puede admirar su extraño brillo. Porque tampoco ella, que se parece un poco a Samantha, se resigna a su condición de simple mortal.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Cristina Grande)

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