Fruta cortada

Fruta cortada
Fruta cortada
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No sé si se acordarán, pero hace una semana estábamos despidiendo oficiosamente las navidades; esto es: volviendo al trabajo. Para los que vivimos laboralmente exiliados de Aragón, estas fechas suponen además un reencuentro con la familia en el sentido más amplio. 

En mi caso, dos semanas encaramado en el domicilio familiar que ahora recuerdo cuando a mi rutina asiste la ausencia de un plato de fruta ya cortada que mi madre me trae por sorpresa; amplificado a veces el lujo en esas fechas a un langostino (ya pelado), que me acerca con algo de mayonesa untada. A veces rechazo la oferta porque ando liado, y a los cinco minutos pienso que esos días vivo mejor que cualquier monarca del siglo XIX.

Esas particularidades, anecdóticas, enmascaran en cualquier caso una verdad del exilio, que es la compañía que se ausenta. Fuera se visten otros trajes y por norma, uno sale para trabajar, por lo que la ciudad que te acoge y muchas de las personas que te rodean, pivotan sobre un camino laboral que no por ello te aparta de momentos felices y personas maravillosas. En ese sendero se conoce también a gente excepcional, compañías para toda la vida, y aporta las suficientes sombras como para madurar a base de caídas o tropiezos con equilibrio que también dejan lecciones importantes. Sin embargo, y de ahí las manidas ideas de algunas patrias, el calor de las calles que creemos haber visto siempre y las personas que de ellas surgen como si nadie nos las pudiera arrebatar, suponen una defensa incomparable contra las sombras.

Esto resulta de gran importancia como tanqueta contra la peor parte del mundo que nos engulle, que son esas ciudades y esas estrategias sociales que se empeñan en aislarnos para ponernos a competir con un fin desconocido. Un objetivo generalmente saciado por el consumo y su comparación con otros por lo acaparado, sazonado además con un discurso enquistado con más fuerza si cabe desde la terrible crisis de 2008: “Está todo fatal”. Una forma de ver el mundo endeble que nos esclaviza y nos hace temerosos de una economía que a veces va mejor que nosotros mismos, que pedimos más sin saber a quién, mientras olvidamos que el reclamo está en lo más cercano. Las calles sin amnesia, la familia, los amigos. A veces nos perdemos por no hacer preguntas a las respuestas. 

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Juanma Fernández)

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