Por
  • Felipe Zazurca

Derecho de defensa

Derecho de defensa
Derecho de defensa
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Era la primera mitad del año 1988 y comenzaba a ejercitarme como fiscal recién escudillado en la Fiscalía Provincial de Tarragona. En el escalafón andaba acomodado en los últimos lugares y me correspondía viajar a los sitios más recónditos de la provincia. 

Ese día tocaban juicios en Tortosa, donde por entonces los juzgados se ubicaban en un edificio vetusto y desvencijado del casco antiguo. Cuando ocupabas sus desportilladas salas no era fácil ahuyentar el temor a que el techo cayera sobre tu cabeza… de hecho el caserón fue asolado pocos años después por una plaga de termitas.

Me correspondía intervenir en unos cuantos juicios penales. Se trataba de los denominados ‘monitorios’, procedimiento que el legislador se había sacado de la manga años antes y al Tribunal Constitucional le costó nada menos que ocho decretar una inconstitucionalidad palmaria, pues en tales procesos era el propio juez instructor quien sentenciaba. Era el turno de un procedimiento por delito contra el patrimonio y al otro lado del estrado se sentó un letrado ya veterano, hombre correcto y mesurado, muy del estilo de la curia tortosí de esos tiempos,… muy de la ‘vieja escuela’.

Intuyo que no andaba muy seguro de la solidez y futuro de mi pretensión acusatoria, y tal vez por ello mi actuación fue especialmente intensa, tanto que al acabar mi alegato final tuve la ocurrencia de asegurar que "si la sentencia era absolutoria nadie debía dudar que presentaría el oportuno recurso". El abogado contrario puso, como era lógico e inevitable, cara de sorpresa y, como castigo a mi atrevimiento, acabé dándole un nuevo argumento: "Si la sentencia es condenatoria, por supuesto que yo también la recurriré".

El Derecho tiene mucha más grandeza que ganar o perder un asunto,
es la profunda búsqueda de que se haga Justicia en toda su extensión, y si esto sucede, ganamos todos

Creo que los años, la relativa madurez adquirida, los golpes de la experiencia… me han ido enseñando a plantearme las cosas de otra manera. Quizá una de las consecuencias de peinar canas tenga que ver con aprender a estar en tu sitio, ser más flexible y reubicar modos y planteamientos que antiguamente me parecían casi dogmas. A la hora de elucubrar sobre el proceso penal procede hablar de imparcialidad, igualdad ante la ley y respeto al papel que desempeña cada cual, sin que quepa plantearlo como un ejercicio de superioridad ni un acto de vindicación. La vigencia del derecho de defensa es tan importante como la imposición, cuando proceda, de una condena, tal como inspira la clásica definición de la Justicia de Ulpiano: "Dar a cada uno lo que en Derecho le corresponde".

Pasa por mi cabeza la figura de Carlos Carnicer, abogado aragonés que no solo llegó a la presidencia del Consejo General de la Abogacía, sino que lo impulsó y convirtió en referente imprescindible en el mundo de la Justicia. Lo conocí en Huesca, en aquellas fiestas colegiales de los abogados oscenses que él enriquecía con sus discursos y sus palabras certeras al trasladarnos del lugar del acto al de la comida y su conversación que convertía en ameno algo tan aburrido como una mesa presidencial. Carlos trasladaba con profundidad, elegancia y respeto su visión del ejercicio de la profesión de abogado, como una parte más de la Justicia, la reivindicación de dignidad al facilitar el trabajo de defensa, el respeto a la tutela judicial efectiva que consagra como derecho fundamental la Constitución.

Con su enseñanza quedó firme y definitivamente asentada entre mis convicciones la trascendencia del derecho de defensa, su carácter imprescindible en el aparato procesal y el que solamente cabe plantear un juicio penal bajo el prisma de un sistema procesal plenamente garantista.

Alguna vez he escuchado la etiquetación de los abogados como los ‘enemigos naturales’ de los fiscales. No lo comparto… es más, lo considero un craso error. Procede un respeto mutuo en las formas y en el fondo. Sería bueno abandonar viejos clichés, usos ancestrales que cultivan el recelo y establecen entre unos y otros un muro infranqueable. El intercambio de pareceres, la búsqueda de una conformidad, el planteamiento de dudas y problemas concretos, compartir posibles soluciones… no deberían ser alardes excepcionales.

El proceso no deja de ser más que un debate jurídico, un lugar donde cada cual expone sus planteamientos y soluciones. No se trata de un combate a pecho descubierto para dilucidar quién se lleva el gato al agua. Es lógico que cada cual quiera ganar el pleito, más al tratarse de un trabajo encomendado por una institución o un particular. Pero una decisión contraria no debe suponer necesariamente una derrota, un fracaso. Hay veces en que parece que ante una resolución desfavorable o la estimación del recurso de la parte contraria procede rasgarse las vestiduras. No debería ser así: el Derecho tiene mucha más grandeza que ganar o perder un asunto, es la profunda búsqueda de que se haga Justicia en toda su extensión, y si esto sucede, ganamos todos.

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