Sin acritud

En las organizaciones jerarquizadas la adulación es un camino para el ascenso.
En las organizaciones jerarquizadas la adulación es un camino para el ascenso.
Gaby Stein / Pixabay

Se gana más lamiendo que mordiendo. Eso me dijo hace bastantes años un ‘colega’ que después se ha dedicado a la política profesionalmente.

Lo dijo sin acritud. Mientras ambos miccionábamos, cada uno en su urinario, sin presiones, sin testigos, sin micrófonos que registrasen la conversación. Era un momento de calma, concentración y cierta ‘intimidad’, si se puede describir así.

No supe qué decir. Fue un consejo sincero. Acababan de darme de tortas, eliminándome de un proceso de oposición. No fue la única vez. En ésta ya me había advertido el secretario que no era mi plaza. Y como constaté, el asunto estaba bien atado. El tribunal tenía claro a quién le correspondía el puesto y daba igual saltarse aquello de ‘igualdad, mérito y capacidad’. No tocaba competir y menos elegir en función de criterios académicos y de investigación. Tocaba seguir el orden, someterse y comprender cómo funciona el sistema y las reglas no escritas.

Nada original. Es algo que se repite y se repetirá. En todas las organizaciones existen estos procesos. Cuesta evitarlos y más revertirlos. Desde su perspectiva, era algo obvio, sencillo y tan evidente que me lo explicaba para sacarme de mi error. Su consejo tenía esa sabiduría que destila quien ha comprobado en carnes propias cómo son las cosas. También era una forma de afirmarse a sí mismo. Era un modo de explicar lo que no se puede explicitar abiertamente. Era una manera de confirmar que, antes de conocer y cumplir las reglas del juego, hay que saber quién controla el tablero y cómo se juega ‘realmente’. Desde su experiencia, distinguía con claridad meridiana entre lo formal y lo informal, lo explícito y lo implícito, lo que se escribe y lo que se hace.

En su caso, llegó a su puesto de funcionario haciendo todo lo que fue necesario. No se le conocían ni conocen aportaciones académicas, ni de investigación. Ahora sería muy poco probable que lo consiguiese; pero, en su día, sí y, una vez que alcanzó su posición estable en la universidad, se dedicó a su carrera política. Ahí ha ocupado distintos puestos, casi siempre tan innecesarios como grandilocuentes. Su aportación a la sociedad ha brillado por su ausencia. Sin embargo, para algunos de su partido, es un referente de éxito. Ha sabido moverse en la fontanería de su organización, en las cañerías de las relaciones donde se decide. Es un verdadero artista identificando los mecanismos de poder. Ha ocupado un sinfín de puestos políticos de distinto nivel y presupuesto. Incluso puestos sin presupuesto, sin más responsabilidad que figurar y no molestar en su partido. Ha sido ejemplo de cómo vivir del erario.

Desde que lo conocí se cuentan con los dedos de una mano el tiempo que ha dedicado a la docencia y, supongo, es consciente de ello. No es el único. Se tolera y a pocos escandaliza. Con unos amigos hemos pensado en recopilar el elenco de personajes similares, caracterizados por las mismas pautas de comportamiento. Los hay y las hay, los ha habido y las habrá en todos los partidos. Hasta en las empresas donde el tamaño del negocio permite enchufar a inútiles por el simple hecho de tener un apellido, haber nacido en una determinada cuna o frecuentar una determinada cama. Quizá sea esto la praxis esencial de ‘lo político’. Los ideales cuentan como etiquetas que justifican diferencias a la hora de repartir el poder. Luego se apartan, se dejan a un lado y se pasa a otra dimensión. Es otro nivel del juego. La racionalidad basada en argumentos, en debates que oponen soluciones buscando lo mejor, son nubes para idealistas, mundos de fantasía y maravillas de otro relato.

Con el paso del tiempo, he preguntado si adular -i. e. lamer- es más rentable que morder, recordando aquella conversación. ¿Tenía razón? Parece el camino más sencillo cuando no importa dejar a un lado las propias convicciones y el objetivo es escalar posiciones en sistemas jerarquizados. Mientras la lógica de una organización se base en la sumisión al poder, es más provechoso sumarse a las adulaciones que plantarse y ‘morder’. Pero si no se acepta esa dosis de cinismo, esa estrategia no sirve. No obstante, hay una salida a esa polarización. La asertividad, sin acritud, es una alternativa a las lógicas de poder y sumisión que nos rodean. Aunque moleste.

Chaime Marcuello Servós es profesor de la Universidad de Zaragoza

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