Por
  • Ángel Garcés Sanagustín

Belleza

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Krisis'23

La universidad actual, siguiendo la estela del conjunto del sistema educativo, representa más un mecanismo de adquisición de talantes que de formación de talentos. 

La experiencia me ha demostrado que el mayor nivel de entusiasmo de mis alumnos se produce cuando les ofreces actividades relacionadas con las corrientes que monopolizan el buen talante, como las relativas a la identidad de género o al feminismo. Obviamente, ello no obsta para que lo esencial siga siendo la evaluación del talento.

A mediados de febrero de este año, organicé un debate acerca de si la prostitución debería ser prohibida o regulada. En defensa de la postura prohibicionista, invité a una activista de nuevo cuño, que contaba con el correspondiente máster sobre la materia. Su intervención fue brillante. Cuando me tocó a mí defender la regulación, apenas hablé. Preferí que participaran mis alumnos, que poblaron cuantiosamente el aula y muchos de los cuales estaban ya con la mano levantada.

La inmensa mayoría compartía la postura prohibicionista, que la conferenciante había desligado de la abolicionista. Lo hicieron desde diferentes visiones ideológicas y todas sus intervenciones estuvieron marcadas por un interesante sustrato moralista. Nada pude objetar a las mismas.

Aunque escasas, también fueron plausibles algunas intervenciones en favor de la regulación. Recuerdo la de un alumno, cuyo padre, operado de dos hernias discales, seguía subiendo al andamio y llegaba a casa completamente dolorido. Me recordó al mío, operado prematuramente de la columna. Aquel alumno argumentó que los hombres también ‘venden’ su cuerpo para determinados trabajos extraordinariamente duros. A su manera, evidenció que la realidad que debemos combatir es la ‘explotación’, ya sea sexual o laboral.

Una alumna, que había ejercido como trabajadora social en su país de origen, nos confesó que las prostitutas eran las mujeres más ‘empoderadas’ en muchos barrios de las urbes colombianas. Presumo que muchos de mis alumnos desconocen el influjo histórico del término ‘proletariado’ y algunos ignoran la existencia de dicha palabra. Me acordé de que, a su edad, me estaba forjando en los postulados de la lucha de clases, a la par que el disfrute de los beneficios del Estado del bienestar me iba desclasando.

Nuestras opiniones, además de fundamentarse en argumentos y razones, debería dejar una ventana abierta a la belleza, que muchas veces nos ayuda a captar el sentido moral de las situaciones mejor que cualquier razonamiento

Puse fin al acto, a pesar de que había una decena de manos levantadas, ya que habíamos superado ampliamente el tiempo fijado y era preciso cerrar la facultad. Me fui a tomar una cerveza con mi ‘partenaire’ en el debate. Me preguntó a qué se debía mi escasa participación en el mismo. Fue cuando le revelé un hecho acontecido el sábado anterior y que me había obligado a recapacitar.

A media tarde, acudí a una cafetería a preparar el debate, en el que pensaba intervenir sin ninguna compasión hacia mi altruista invitada. En un rincón del local, divisé a cinco mujeres. No les presté atención. En un determinado momento, cantaron el ‘Cumpleaños feliz’, cosa que me importunó. Pero, de pronto, sucedió algo que me sacó de mi ensimismamiento. Una de ellas se levantó a pedir algo y, entonces, aprecié que padecía una alteración genética. Comprobé que, en aquella mesa, había cuatro mujeres con síndrome de Down. Al parecer, estaban celebrando el cumpleaños de su educadora o trabajadora social.

En mala hora puse el oído, la educadora comentó que la operación fue dura y las sesiones de quimioterapia acrecían la incertidumbre, pero cuando se venía abajo pensaba en ellas. Y, entonces, se propagó un silencio envolvente. En mi caso, la disidencia con el mundo giró hacia una reconciliación conmigo mismo.

Hay un tipo de belleza perenne, que se hallaba presente en esa mesa, muy distinta de la que captan los efímeros flases que rutilan en la Pasarela Cibeles o en la alfombra roja de los Óscar. Pero no era sólo belleza, porque, en aquel rincón de esa cafetería, brotaba la inteligencia que nos ayuda a sobrevivir contra las adversidades. Curiosamente, la inteligencia del talante.

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