Por
  • Julio José Ordovás

Sangre vertida

Sangre vertida
Sangre vertida
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Mire donde mire, veo sangre por todas partes", me decía mi amigo Mestre cuando paseábamos por las calles de Zaragoza. Dos o tres veces al mes quedábamos en un parque cercano a su casa y desde allí caminábamos sin cansarnos durante horas, largos y azarosos paseos en los que solo nos deteníamos cuando llegábamos a las calles en las que habían tenido lugar algunos de los crímenes en los que Mestre había intervenido a lo largo de su carrera policial. 

Mestre se quedaba paralizado ante un portal o ante la entrada de un garaje y, señalando el suelo o la pared, me preguntaba: "¿Ves la sangre?". Yo le decía que no veía nada y él no podía creerlo: "¿De verdad que no la ves? La sangre nunca termina de borrarse, no hay nada que la haga desaparecer por completo de allí donde fue vertida", me decía Mestre, y yo pensaba este hombre está loco, habla como un personaje de Shakespeare pero no es más que un policía que ha acabado tarado, como tantos otros policías.

Mestre pasaba entonces a reconstruir, hasta en sus menores detalles, el crimen que había habido en aquella calle, y yo no solo lo escuchaba sino que tomaba nota mentalmente de todo cuanto me decía, y cuando volvía a casa me sentaba ante el ordenador y volcaba en la pantalla el crimen que Mestre me había contado, y así una vez tras otra, aunque, la verdad sea dicha, no todos nuestros paseos acababan teñidos de sangre. A veces entrábamos en alguna cafetería y hablábamos de Dostoievski. "El ruso tuvo la culpa de que yo me hiciera policía", me decía Mestre, y me decía también que había aprendido mucho más leyendo ‘Los hermanos Karamazov’ que estudiando criminología y criminalística.

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