Por
  • Julio José Ordovás

Pitbull

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Pitbull
Pixabay

Es un día cualquiera, tal vez un viernes, como hoy, de otoño. Por la noche han caído cuatro gotas desganadas y los coches estacionados en la calle brillan, a primera hora de la mañana, como peces recién pescados. Un coche de la Policía Nacional aparca sobre la acera. Ya está abierto el bar de la esquina. 

El camarero, al que le falta menos de un año para jubilarse, ha encendido el televisor y limpia con parsimonia la cafetera. Pronto entrarán los primeros clientes.

La policía cruza la calle en respuesta a varias quejas de ruidos nocturnos. El perro que no ladraba, solo plañía lastimeramente, aunque había ratos, sobre todo de madrugada, en que también aullaba, unos aullidos que helaban la sangre, como si el pobre animal se hubiera pillado la picha en una picadora de carne, dijo un vecino.

La policía no pierde el tiempo y tira la puerta abajo. El perro, un pitbull de color blanco con un antifaz de pelaje negro, lleva una semana o diez días allí dentro, sin comida, sin agua, sin luz, sin compañía. Ningún inquilino del edificio parece saber qué ha sido del dueño del perro, cuál es el motivo por el que ha desaparecido, si se ha escapado de la ciudad y del país o, lo más probable, si ha terminado en una zanja después de un altercado por un lío de dinero, de drogas o de faldas. Pero cuando la mujer policía efectúa su entrada en el piso (valiente, directa, con decisión y seguridad en sí misma, tal como le han enseñado en los cursos de formación, mirando al perro a los ojos y extendiendo la mano con la palma hacia arriba para que el perro se la lama amistosamente), el pitbull le salta encima y le arranca la cara de una dentellada.

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