Por
  • José Luis Saz Casado

Basta un tonto para deshonrar una nación

Basta un tonto para deshonrar una nación
Basta un tonto para deshonrar una nación
POL

La frase la escribe Voltaire en sus escuetas memorias sobre sus andanzas a mediados del siglo XVIII en la Francia absolutista. Él se tuvo, y lo fue, por un rebelde defensor de la libertad en un momento en que escribir lo que se pensaba tenía el riesgo no ya de la muerte civil, política o profesional, sino física. 

Eran épocas en que el gatillo de los fusiles, la palanca de la horca o la hoja de la guillotina estaban finamente engrasados para atender a los que discrepaban del poder. Decía en sus memorias: "Oigo hablar mucho de libertad; pero no creo que en Europa ningún particular se haya labrado una como la mía". Fue cierto, pero tiene algo de trampa porque Voltaire fue en su época uno de los hombres más ricos de Europa, y ya se sabe que el dinero como poco facilita la huida; en su caso a Suiza. Como pluma punzante contra el absolutismo es de lo mejor.

En esa Francia previa a la Revolución francesa, el abogado general del parlamento, una especie de conductor de los trabajos del aquel viejo parlamento, Omer Joly de Fleury se opuso a la publicación del Diccionario Enciclopédico, que era una magnífica obra que reunía el saber de la época y que apuntaba la llegada de la modernidad. Prepara un discurso de absoluta condena de la Enciclopedia y convence al parlamento para que vote en contra de publicarla, a pesar de que muchos de aquellos parlamentarios, cobardes y serviles por obsequiados, sabían que tal acuerdo era del todo ilícito. Voltaire dijo de Omer Joly que "ostentó ante las salas en pleno, el triunfo más completo que la ignorancia, la mala fe y la hipocresía hayan alcanzado nunca", para concluir que condujo al parlamento a tomar una decisión humillante para el propio parlamento porque de antemano se sabía que el acuerdo votado era ilegal, lamentándose de que la historia nos demuestra que "basta un tonto para deshonrar una nación". Este episodio es del siglo XVIII pero podría estar de plena actualidad.

La desigualdad devasta la democracia y sus instituciones, pero tiene todavía un
efecto más profundo y dañino: genera desconfianza popular en la propia democracia

El parlamento moderno no nació para la exhibición de atléticas genuflexiones ni para la demostración de una increíble capacidad de tragar cosas ni mucho menos para exponer contorsionismos legales antinaturales o anticonstitucionales. Los parlamentos liberales nacen para que los ciudadanos controlen al gobierno, le exijan el cumplimiento de las normas y vigilen cualquier menoscabo de sus derechos políticos. Un parlamento contra la igualdad jurídica y política de la sociedad civil es antinatural.

No es de extrañar que a todo ciudadano libre le hierva la sangre si espuriamente se pretende acordar por el gobierno que una parte de la caja común se reparta solo entre unos ciudadanos y no entre todos, o que unos ciudadanos puedan disponer de más presupuesto que otros para atender a sus enfermedades o su educación, o que unos cuantos ciudadanos puedan con impunidad cometer ilegalidades mayores mientras que todos los demás saben que la mínima infracción de tráfico, tributaria o de orden público que ellos cometan va a ser castigada y perseguida. La desigualdad devasta la democracia liberal y sus instituciones pero tiene todavía un efecto más profundo y dañino, ya que genera desconfianza popular en la propia democracia liberal, y siempre que esa emoción ha calado en la época moderna el desenlace no ha sido deseable.

El riesgo de ensuciar el manantial de pureza que deben ser los parlamentos es lo que sigue después, ya que como decía el liberal Thomas Paine "es antinatural que de una fuente sucia mane un agua pura".

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