Pedro Sánchez nunca leyó a Aristóteles o no le importan demasiado las virtudes éticas. Comparte las enseñanzas de Marx (Groucho) y adapta sus principios en función de los resultados electorales. Lo más sorprendente es que él mismo lo ha admitido en púbico ante el Comité Federal de su partido, cuyos miembros en lugar de salir corriendo aplaudieron sin tapujos, incluida la delegación aragonesa.

Un presidente que vapulea la Constitución española y blinda a los políticos ante la ley, golpea la seguridad jurídica y establece un sometimiento del poder judicial al ejecutivo y el legislativo no parece que sea el perfil más recomendable para dirigir un país serio. Como para Sánchez la ley es una molestia en el camino de su único objetivo, no le importa firmarle un papel en blanco a un expresidente de una comunidad autónoma que se echó al monte de Waterloo después de proclamar la efímera República catalana. La lectura detallada del acuerdo PSOE-Junts, lejos de generar algún alivio, ha provocado tanta perplejidad como indignación en el conjunto de los españoles: cede todo el relato a los independentistas; considera que los episodios de violencia y de rebeldía los genera en su origen la decisión del PP de recurrir el Estatuto catalán; admite que Cataluña es una nación; acuerda una mediación internacional que supervise la negociación para celebrar un referéndum de autodeterminación y para ceder el total de los tributos a la Comunidad. Una barbaridad de grueso calibre que va a convertir a un prófugo de la justicia en el verdadero presidente del país que odia.

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