Mena, en la quesería El Acebo de Moncayo de Trasmoz
Mena, en la quesería El Acebo de Moncayo de Trasmoz
Óscar Castán

Vino Miguel Mena desde Trasmoz a nuestro club de lectura de Arándiga. Eligió el camino largo por carreterillas mal asfaltadas atravesando un paisaje maravilloso y becqueriano. Nos habló de su libro ‘Puente de hierro’, y de muchas otras cosas, durante dos horas que pasaron volando. 

De vez en cuando, a causa del vendaval, se iba la luz y casi a oscuras, sin más iluminación que la del fuego que ardía a nuestras espaldas, Miguel seguía hablando y los demás, cautivados por su voz y su sabiduría, casi no echábamos de menos la luz eléctrica. Yo habría querido secuestrarlo para que siguiera hablando todo el día, pero él ya tenía decidido que regresaría al Moncayo antes de que se echara la noche.

Siempre he admirado a Miguel Mena, desde que lo conocí en 1991, por su gran profesionalidad en la literatura y en la radio, por su sentido del humor, que plasmó en esa ‘Toponimia nimia’ que luego siempre queremos imitar buscándole las cosquillas al lenguaje, y por el cariño que sabe derrochar sin aspavientos. Nos habló de Bécquer y nos recitó de memoria un trozo de la tercera de las ‘Cartas desde mi celda’, en la que el poeta descubre un pueblecillo ("tan pequeño es y tan olvidado parece entre las ásperas sinuosidades del Moncayo") y luego fantasea sobre su propia muerte. Para cerrar la tertulia, alguien le pidió que leyera el final de su novela, que a todos nos había encantado. Lo leyó y, después de un breve silencio casi litúrgico, aplaudimos emocionados. Ese momento lo atesoré inmediatamente con otros buenos recuerdos en mi armario botiquín de primeros auxilios.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Cristina Grande)

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