Por
  • Ana Alcolea

Flores

Flores
Flores
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Hace unos días estuve en Madrid. Me gusta ir a la gran ciudad a pesar del ruido y de la gente. Yo también soy gente. Camino deprisa y a la vez miro con curiosidad, como los habitantes y los visitantes de la urbe. Soy habitante y visitante. 

No considero que los demás sean gente y yo sea parte del pueblo elegido. Paseé por los libros de la Feria de Otoño: de otoño porque son viejos y porque es octubre. Compré varios, entre ellos un ejemplar de ‘Las flores del mal’, de Baudelaire. No tiene fecha y está bastante perjudicado, se sueltan páginas que vienen a mí reclamando que las haga mías. Siempre que tengo en mis manos un libro que ha sido ajeno me preguntó en qué otros dedos y memoria habitó. Esta vez he decidido jugar con las flores del mal, ‘intervenir’ se llama a reconvertir un objeto en otro, a operarlo en una suerte de ‘intervención’ estética para cambiarle parte de su aspecto. Intervengo pues sobre los inquietantes versos que se escribieron hace casi 150 años y que parece que hubieran sido escritos anteayer o pasado mañana. Cojo el lápiz dorado con el que escribo tarjetas y un viejo lápiz de labios que ya no uso. Las hojas van cayendo del libro como corresponde a hojas otoñales, y caminan hacia el sacrificio. Vienen a mis manos y a mis lápices poemas que se titulan ‘La belleza’, ‘El barril del odio’ o ‘Lejos de aquí’. Pinto flores sobre las flores. Intento tachar el odio con la belleza. Pero no lo consigo, las flores del mal siguen ahí, así en la Tierra como en los versos.

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