Por
  • Andrés García Inda

Apuntes semanales

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Heraldo

G. me envía un artículo de un economista norteamericano sobre la crítica situación política de su país, que resulta llamativo por su paralelismo con el nuestro. El autor señala, como uno de los factores de esa crisis, la generalización de la política de tierra quemada entre la clase política estadounidense –"arruinar las instituciones para obtener una ventaja temporal"– y uno no puede dejar de pensar en lo que sucede en nuestro país. 

Hace ya tiempo que vivimos en esa dinámica. La transformación de la Presidencia del Congreso o del Tribunal Constitucional en un órgano mediocre que sirva de extensión del poder ejecutivo no es sino un paso más de ese proceso y el siguiente, el que se avecina, es la anunciada amnistía a los golpistas. ¡Ay de los pueblos –decía Jaime Balmes– gobernados por un poder que solo piensa en la propia conservación! Tal es nuestro caso.

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El artículo que me envía G. acaba así: "La democracia no trata tanto de quién gana las elecciones. La democracia requiere la capacidad de perder elecciones, admitir la legitimidad de la pérdida y vivir para reagruparse y ganar otro día. Pero sólo cuando se limita el poder de los ganadores para imponer cambios inmensos con mayorías estrechas, los perdedores pueden hacer eso".

Don Antonio Maura decía que prefería unas elecciones libres y limpias, y perderlas, a ganarlas en otras condiciones. Y quien dice elecciones, dice más cosas: Estado de derecho, instituciones imparciales, procedimiento, formas... Todos los políticos de todos los partidos firmarán sin dudarlo la frase de Maura pero, como decía Ignacio de Loyola, el amor se ha de poner más en las obras que en las palabras (recordemos que nuestro presidente inició su carrera política con una urna escondida detrás de una cortina, y ahí sigue). Hay quienes prefieren corromper institucionalmente el país a que gobiernen otros, y eso es la degradación total de la política.

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Una vez que Pedro Sánchez ha reconocido expresamente que la amnistía es el precio que está dispuesto a pagar para seguir en el poder, ha comenzado la ominosa tarea de convencernos de que lo hace por el bien de España, por nuestro bien

En otro discurso decía Maura que para un gobierno liberal el nervio de la autoridad es la razón y no la fuerza (la fuerza debe ser el apoyo que empuja tras de sí a la razón). Y a menudo olvidamos que la voluntad de la mayoría no es expresión de la razón, sino de la fuerza. La mayoría no tiene necesariamente la razón, sino la fuerza. La fuerza legítima, por supuesto, pero nada más (¡y nada menos!). Recordemos una vez más a Pascal: "No pudiendo hacer que lo justo fuese fuerte, hemos hecho que lo que fuerte fuese justo".

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Sigo leyendo a Maura: "Las transacciones políticas a veces deshonran; pero la deshonra no proviene de haber transigido, sino de los móviles que han impulsado a transigir". Ahora que Sánchez ha hecho explícito que la amnistía es parte del precio que está dispuesto a pagar para conservar el sillón, ha comenzado también la ominosa tarea de convencernos de que lo hace por el bien de España: por nuestro bien. Y el bien estriba solo en que él nos gobierne. Hasta hace muy poco, tanto él como sus fanáticos adeptos argumentaban tajantemente que la amnistía era inconstitucional; ahora nos anuncian, por tanto, que van a saltarse la Constitución. Pero el problema no es sólo jurídico –que también– sino moral y político. Por más que algunos bienintencionados y muchos cínicos insistan en la voluntad cívica y transformadora de la medida, todos –incluidos ellos– sabemos que es mentira. No hay ningún propósito cívico en los destinatarios de la medida de gracia: lo único que ellos aportan a la convivencia son siete votos para investir a Sánchez. No es el PSOE quien se sacrifica en favor del país; sino el país lo que se sacrifica en beneficio del PSOE; o del sanchismo, que es igual.

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Lo más cómico y bochornoso de todo es ver defender la medida a quienes hasta hace poco la consideraban una línea roja infranqueable (y líneas rojas traspasadas llevamos ya unas cuantas). Resulta indigno, aunque es comprensible, observar esas contorsiones dialécticas en aquellos cuyo plato de lentejas depende de la voluntad de su líder, pero es aún más patético en quienes no lo necesitan, ‘balando’ el voto –que diría Pérez Galdós– y aplaudiendo a la coreana. Hay partidos que parecen más una secta religiosa que una organización política; y políticos que más que desempeñar un cargo, representan un papel.

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P. S.: ¿Cómo debes considerar a quien te instrumentaliza y te trata sistemáticamente como un idiota? ¿Y a quienes aplauden y justifican su modo de proceder? ¿Qué pensará y escribirá ahora el pobre Cercas, los pobres Cercas...? Lo de siempre, supongo.

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