Adamar
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Los pasillos del metro pueden ser un tedio infinito hacia un destino. Sonaba ‘Adamar’, poema de Ángel Guinda al que Labordeta y María José Hernández pusieron música y voz, mientras yo enfilaba hacia la enésima escalera mecánica. 

Y no sé por qué, pero desaceleré el paso, la urgencia; y el olor tunelado, cargado, caliente e irrespirable del metro, tan característico, tan identificable cuando salí de Casetas, me recordó los pasos que doy en la medianía de mis días. A veces dudo de dónde estoy, si me he acostumbrado, si me han vencido o me he vencido yo, si ya soy una hormiga más en un túnel, una hormiga obrera dispuesta a cargar mil veces más su propio peso con un mapa en la pared y otro en la memoria. Crecer es asumir, entre otras cosas, la mediocridad, el montón, un DNI de perfil bajo, que la debilidad no tiene tratamiento pero es estacional. La pelea reside más en recuperar la convivencia con lo excepcional, accesible y ajeno, y sorprenderte en un paseo al final de la tarde por una calle plagada de coches, semáforos, ruido y runners. Los viernes por la tarde, por ejemplo, el mejor momento de la semana, con las luces de ese pequeño comercio abierto pero diferente, esperando la calma y la ilusión en el mismo horario comercial que el día anterior; otros tonos.

Antes, cuando Madrid aún me resultaba ajeno y quería más, adoraba pasear por las calles de mi barrio para recibir un fin de semana que empezaba, una alegría colectiva que miraba desde un exilio cuya definición ya languidece. Como la soledad de un turista de larga estancia que ansía volver a casa pero sin que se acabe la aventura; como si el corazón se partiera en la A2, en Lodares de Medinaceli, 150 kilómetros hacia cada duda.

De este modo, ensalzar los hábitos se construye (y a eso enseñan más las decepciones que el tiempo) en la mejor de las ilusiones para recordar las cosas que nos movían por dentro sin necesidad de esperar demasiado ni siquiera de nosotros mismos. “Con tu fondo de belleza no conquistada, salvajemente natural, sencilla”, escribió el desaparecido Guinda en un lienzo ideal de la perfección que dejamos pasar por lo estúpidos que somos al desdeñar la costumbre. A veces perseguimos una felicidad que nadie ha visto: “Y me dejaste ciego, pero abiertos los ojos”. No hay que traicionar a la poesía. 

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por Juanma Fernández)

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