Conocidos y saludados
Hay un tipo con el que desde hace años me cruzo todas las noches en el carril bici de Echegaray cuando el reloj del puente de Santiago señala las cinco menos diez. Los dos vamos en bicicleta, él pedalea en una dirección y yo en la contraria, y últimamente nos saludamos con un movimiento de barbilla aunque nunca hayamos intercambiado ni una palabra.
Si algún día salgo antes de lo habitual del trabajo también nos cruzamos y volvemos a saludarnos, ambos ya más sonrientes. Fuera de esos fugaces encuentros diarios solo me he encontrado con él en alguno de los conciertos del Festival Blues Moon, pero tampoco entonces hemos hablado. Pienso que es argentino, porque tiene el pelo a lo Piglia, pero es una suposición sin fundamento.
De mucha gente con la que nos cruzamos a diario y que forma parte de nuestra escenografía cotidiana no sabemos nada, ni siquiera el nombre, pero la echamos en falta cuando se ausenta por uno o varios días.
Me pregunto qué habrá sido del señor que se sentaba todas las tardes en uno de los bancos del parque de San Pablo, con una revista de sudokus y un lápiz de carpintero. Más que un hombre, era una barba, y uno podía estar horas enteras mirándolo y preguntándose si tras ese desgreñado paisaje de maleza habitaba realmente un ser humano. Cuando hablaba parecía que las palabras salían detrás de la barba como detrás de un telón, pero el momento más emocionante llegaba cuando bostezaba y la superficie peluda se entreabría en un punto determinado. Puede que se haya afeitado la barba, por eso no lo reconozco, o puede que se haya desvanecido hasta ser impalpable por cambio de costumbres, como diría Joyce.
