Por
  • José Alegre Aragüés

Un médico científico y humanista

El doctor Pedro Cía, frente a Heraldo de Aragón, en el número 29 del Paseo de la Independencia.
El doctor Pedro Cía, frente a Heraldo de Aragón.
Guillermo Mestre

La Academia de Medicina de Zaragoza incorpora a su insigne lista de miembros a D. Pedro Cía Gómez, admirado profesional de la Medicina que ha practicado durante muchos años en el Hospital Clínico Lozano Blesa de Zaragoza, en el que dejó su huella de médico vocacional atento a la innovación científica y al seguimiento personal en lo que significa de preocupación por el enfermo, que es un ser humano en situación delicada y a quien su dolencia desequilibra muchas otras facetas, además de la clínica.

Abierto e inquieto en su aspiración de encontrar respuestas a los interrogantes profundos que la vida nos presenta, no tuvo inconveniente a la hora de su jubilación en sentarse como alumno, él que tanto tiempo había estado del lado magisterial, para ampliar sus horizontes intelectuales. De todas las perspectivas que se dan en este momento de la historia humana, hay una que sigue atrayéndole de un modo especial: la Ética.

Él sabe que la Ética no es solo un saber. Y no es solo una afición intelectual entre otras. Él, que tan metido ha estado en los avances de la Ciencia teórica y técnica para la resolución de los problemas médicos, sabe muy bien que, con los avances científicos, van paralelas las posibilidades de manipulación y descarte de quienes ya no son vistos como elementos productivos. Por eso busca en la Ética los cimientos sobre los que construir la estructura cultural y jurídica que pueda proteger a los seres humanos del poder, positivo y negativo, que algunos van teniendo en sus manos.

Cuando nos podíamos creer culturalmente salvados de determinados usos químicos y técnicos, nuevos peligros, nuevos sueños y señuelos, aparecen con las máscaras de progreso, ciencia, bienestar y salud, queriendo apropiarse el pequeño rincón de libertad que todavía puede quedarnos, a cambio de promesas mesiánicas de eterna juventud, inalterable felicidad y vida apasionada más que apasionante.

No son momentos de tranquilidad ingenua. El entusiasmo con que nos muestran los avances que van a procurarnos soluciones a pequeños problemas, van unidos a posibilidades que no habíamos previsto y que ponen al alcance de algunos un poder inmenso de consecuencias que van más allá de unas personas concretas e incluso de una generación.

Cuando las Humanidades parecen declinar hacia aspectos de tipo pedagógico más que hacia la reflexión profunda de las grandes dimensiones humanas en lo personal y en lo social, es bueno que alguien viva, sienta y nos transmita qué estamos descuidando (como hace frecuentemente en HERALDO con sus artículos). Porque cuidar el tejido productivo de un país es, cierto, muy importante. Pero cuidar, promover y proteger una cultura con sensibilidad a lo que estamos viviendo interiormente y mirar horizontes de tarea común que nos hagan ser más humanos y solidarios es primordial. Y esa tarea ética no se hace con recetas piadosas, recomendaciones moralizantes y consejos paternalistas. Hay que buscar a los grandes pensadores de filosofía y teología para excavar y profundizar en el pensamiento de quienes conocen muy bien cómo son los avances, cómo somos nosotros y qué parte de nosotros estamos en condiciones de arruinar o hacer crecer.

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