La patria del Pilar

Hacerse con una mesa en una terraza ha sido casi misión imposible.
La patria del Pilar
Francisco Jiménez

Las Fiestas del Pilar son una cosa extraña para los que nos hemos criado en los barrios de la periferia. Es un ruido lejano, una explosión nuclear que se contempla desde un puente en Pripyat. Allá hay luces y sonido, y en Casetas, una calma tensa que viste las calles y nos protege. 

San Miguel, patrón del barrio, ha entregado a la capital un veranillo por demás y envidiable, una primavera tardía como otra oportunidad para festejar la justicia del buen tiempo como una balanza que puede rebatir al eje de la Tierra.

El día 12 es bonito en Casetas porque en el barrio hay un empeño por migrar a honrar a la Virgen, y el casetero circula cargado de baturros y baturras que vencen 13 kilómetros, y entran en Zaragoza por la Puerta del Carmen como una victoria de los aliados. Sin embargo, ese discurrir no descuida la fiesta de sus calles, y así aguantan y festejan las tabernas y los vecinos; algunos inamovibles, otros repatriados, para un Casetas soleado que imagino desde Madrid y pido que me espere.

Los Pilares son un molde para maños y mañas donde tallamos la tradición a nuestra manera. En casa, desde el ‘Midtown’ casetero, la Ofrenda arranca en la televisión y sigue en Independencia, donde uno se recuesta sobre la valla algo más liberado. Tenemos en cambio la rara costumbre internacional de comer siempre en un italiano de Marqués de Casa Jiménez; lugar que intercambiamos si se nos complica la reserva por el Vips de plaza Aragón, restaurante que mi hermana jura que es su preferido "de todo el mundo", y donde uno se encuentra la estampa de un tipo vestido como en el siglo XIX pero apretándose unos nachos con queso y una hamburguesa. Globalidad e I+D de esencia baturra que mejora si un poco antes se ha traspasado la frontera soriana en El Picadillo de la plaza del Justicia, donde al torrezno no se le pide pureza aragonesa y él responde sin querer con esa nobleza baturra que los que llevamos años viviendo fuera detectamos al oír el acento por cualquier calle de este país.

Un país que se encuentra, como el DNI del torrezno de Soria, menos extranjero si uno se para a ver pasar a la gente en cualquier terraza al sol en estos días donde las ganas de vivir desetiquetan, relajan, humanizan. La forma de celebrar es una patria callada que rebate cualquier esfuerzo por tomar posiciones.

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