Por
  • Julio José Ordovás

Futbolines y nunchakus

Futbolines y nunchakus
Futbolines y nunchakus
Pixabay

Uno se olvida del nombre de la capital de Camerún, de las ecuaciones de segundo grado, de la tabla periódica de los elementos, de la quinta declinación del latín y de los pintores de la escuela veneciana, pero de lo que uno no se olvida jamás es de jugar al futbolín.

Cuántas horas perdidas en los salones recreativos, jugando al futbolín, al billar, al Pinball y al Tetris, o mirando jugar a los demás. El salón recreativo al que íbamos cada vez que hacíamos pellas olía a serrín, a cáscaras de pipas, a chicle, a cerveza, a vómito, a lejía, a tabaco rubio, a hachís y a efervescencia de hormonas adolescentes, olores todos ellos repulsivos pero sin duda más estimulantes que los de la capilla o los de la biblioteca del instituto.

El dueño del negocio era un tipo bastante siniestro. Se llamaba Cecilio, pero le llamábamos ‘Panocha’, ignoro por qué motivo, y tenía la sonrisa mellada, tatuajes carcelarios y unos nunchakus con los que nos amenazaba cuando le dábamos golpes a alguna máquina.

Una vez le vimos utilizar los nunchakus contra una pareja de yonquis que pretendían vaciarle la caja y se ganó nuestra admiración eterna.

En los recreativos se forjaban extrañas y efímeras amistades. Compartíamos palmeras de chocolate, paquetes de pipas y cajetillas de Fortuna. Fluorescentes de luces sórdidas, paredes pintarrajeadas, suelos pegajosos como papel atrapamoscas… Los recreativos eran la antesala de la oficina del INAEM, de la cadena de montaje… Yo me di cuenta a tiempo y me salvé escribiendo, pero me gusta pensar que en mi prosa resuena la música canalla de las bolas de billar, de las bolas de futbolín y de las bolas de Pinball.

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