La celebración de la Diada en Cataluña ha servido este año para volver a hacer visible la pugna de Junts y Esquerra por liderar el menguante sector independentista en la comunidad autónoma. También ha sido utilizada para mostrar la beligerancia populista de los secesionistas al plantear sus condiciones al PSOE a cambio de negociar la investidura del presidente del Gobierno de España. 

No obstante, la tibia participación en los actos de ayer, mucho menor que en las convocatorias anteriores, evidencia que el soberanismo ha perdido mucha presencia en las plazas y en las urnas. Esta realidad ilustra el sinsentido de aprobar una amnistía, por mucho que Pedro Sánchez la plantee ya como un paso natural en su política hacia Cataluña. Frente al chantaje del fragmentado movimiento independentista, el Estado tiene la obligación de situar los valores democráticos del respeto a la ley y a la igualdad de todos los ciudadanos españoles, independientemente de dónde hayan nacido.

La Diada de este año, como la del pasado, ha sido acaparada por el intercambio de reproches sobre quién está haciendo más por la causa del ‘divorcio’ con España. Entre unos y otros, el separatismo más fanático intenta superar el desencanto de sus seguidores y propone realizar una nueva proclamación unilateral de independencia para culminar el envite al orden constitucional que el Estado ya logró abortar hacer seis años. En este maremágnum, la aritmética parlamentaria, la incapacidad de PP y PSOE para pactar, y el estado de necesidad de Sánchez han convertido a Puigdemont en presunto árbitro de la gobernabilidad de España. El líder socialista debe actuar con responsabilidad porque su intención de apoyarse en el secesionismo para mantenerse en la Moncloa está dando alas a los líderes soberanistas, a pesar de que el independentismo sigue desinflándose en la calle.