La roca
Eligieron los primeros reyes aragoneses un paraje singular y mágico para reposar eternamente, San Juan de la Peña. Y ahí, donde los conglomerados depositados por los bravos ríos durante millones de años retan a la gravedad, decidieron que sus cuerpos fueran enterrados y este monasterio se convirtió en Panteón Real.
En esa raya que separa la tierra de la grandísima roca, en la confluencia entre los ejes x e y, entre el horizonte y lo vertical hallaron descanso los reyes de las montañas, los reyes de la casa de Aragón. Aquella gente que no temía a las cuestas, que organizó el territorio, que luchó por lo suyo y por ampliarlo, esos montañeses bravos fueron yendo hacia el norte y el sur, buscando tierras y riquezas; y sus hijos y nietos seguirían e irían también hacia el este, y cuando se encontraron el mar, lo cruzaron. Y buscaron su expansión, su fortaleza y su buen gobierno. A ellos les debemos hoy el impulso de un importante patrimonio cultural que nos llena de orgullo y que se dispersa durante siglos: desde Loarre y Montearagón o Sigena, hasta el palacio de Alfonso V en Nápoles.
La roca es inspiradora y Aragón no podía tener mejor pantalla ni escenario de cómo nace un reino. La roca habla de los orígenes humildes de un reino, pero con aspiraciones y ambición, de un reino que, como la roca fue fuerte y singular, grande y majestuoso. La roca es también albergue, como lo fue la aquel Aragón, mosaico de lenguas y fueros, de costumbres, de pueblos, de territorios, de culturas y tradiciones distintas. Un amalgama, una mezcolanza de gentes, lo mismo que la roca, que es un grandísimo conglomerado de muchas piedras que un día depositaron las aguas.