Comienzan las clases en las universidades españolas en un curso que para las aragonesas se caracteriza por el adelanto del calendario académico. El traslado de los exámenes de septiembre a junio ha obligado a abrir antes las puertas de las aulas y a mover las fechas de las pruebas de evaluación. 

Más allá de estos cambios organizativos, la Universidad arrastra viejos y nuevos problemas: desde su instrumentalización y la sempiterna endogamia a la falta de financiación para implantar la Ley Orgánica del Sistema Universitario y la paralización de varios decretos por tener un Gobierno en funciones. Los gobernantes decidieron hace tiempo que las universidades no eran una prioridad presupuestaria, pero incluso más nociva que la falta de financiación es la escasa capacidad para reaccionar con más agilidad a las nuevas necesidades formativas.

A la espera de que se forme un nuevo gobierno tras las elecciones del 23 de julio o, si es imposible una investidura, de que se repitan las elecciones después de Navidad, comienza un nuevo curso universitario en el que los diferentes centros compiten para atraer al mejor talento, tanto entre profesores como entre estudiantes. La multiplicación de centros públicos y privados coincide con una época en la que las instituciones académicas afrontan el desafío de formar e ilusionar a una generación que, al contrario que sus padres, no concibe el trabajo como centro de su vida porque, entre otras cosas, este ya no es mayoritariamente un ascensor social capaz de proporcionarles estabilidad vital o el acceso a una vivienda.

La universidad, como cualquier ente vivo, está en constante proceso de cambio, pero su esencia debe ser la misma que cuando surgieron los primeros centros universitarios en Europa: agrandar el espíritu humano y formar profesionales que sean ciudadanos dispuestos a mejorar la sociedad.