La minoría árabe en el gobierno de Israel

Una sesión del parlamento israelí.
Una sesión del parlamento israelí.
Efe

Los árabes son más del 20% de la población israelí y están, en su mayor parte, en contra de la definición del país como ‘estado judío’. 

A pesar de la fuerte rivalidad que existe en Israel entre derecha e izquierda y a pesar de que desde los años setenta ninguna elección parlamentaria ha producido una mayoría clara, los árabes han sido hasta ahora incapaces de traducir su importancia demográfica en influencia política. Solo durante algo más de un año (2021-2022) un partido árabe ha formado parte de la coalición de gobierno y aun entonces su influencia sobre las políticas del ejecutivo fue muy modesta.

El sistema electoral israelí es parecido al español, aunque funciona de manera bastante distinta. Como el nuestro, es proporcional y los electores deben votar por listas de partido cerradas y bloqueadas. Para el reparto de escaños utiliza (también) la famosa regla d’Hondt. Y tiene un umbral electoral bajo, que era del 1% hasta 1988 y ha subido al 3,25% (en España es del 3% en las elecciones generales, con la particularidad de que se calcula de manera independiente para cada circunscripción). En cuanto a las diferencias, la más importante es que los 120 diputados se eligen en un distrito nacional único, lo que hace que los resultados reflejen de una manera muy precisa las orientaciones políticas de la población. Dicho de otro modo, si el 20% de los electores son árabes, nada en el sistema electoral impide que también lo sea el 20% de los diputados.

La ley israelí prohíbe que se presenten a las elecciones partidos que nieguen la naturaleza judía del estado de Israel o su carácter democrático, que inviten al racismo o que apoyen la lucha armada. En principio, estas limitaciones podrían justificar la exclusión de grupos y políticos árabes, ya que estos, en general, prefieren que el estado sea binacional (o anacional) en lugar de explícitamente judío. No obstante, las reglas del juego democrático favorecen que en la práctica resulte relativamente sencillo soslayar estas prohibiciones. Y es que el mero hecho de participar en unas elecciones al Parlamento israelí presupone ya la aceptación del marco legal, aunque se aspire legítimamente a modificarlo a través de los cauces que la Constitución y las leyes ofrecen.

Durante sus primeros treinta años de existencia, Israel estuvo dirigido por gobiernos de izquierda en los que el partido laborista era determinante. Desde 1977, sin embargo, la izquierda y la derecha se han alternado a la cabeza del ejecutivo, con los dos principales partidos históricos, el laborista y el Likud, cada vez más lejos de la mayoría absoluta y cada vez más dependientes de partidos menores para constituir una mayoría.

En ningún caso, la difícil formación de gobierno ha hecho que el primer ministro ofrezca a los árabes concesiones ‘en clave nacional’. En general, alguna de las principales fuerzas políticas ha conseguido formar gobierno gracias al apoyo de un número variable de pequeños partidos judíos y, cuando ello no ha sido posible por las exigencias desmedidas de algunos socios menores, esas fuerzas han recurrido sin demasiados problemas a la fórmula de la gran coalición. Nada menos que en siete ocasiones derecha e izquierda han gobernado juntas: 1984-86, con Peres, 1986-88 y 1988-90, con Shamir, 2001-2002 con Sharon, 2009-2013 y 2020-2021 con Netanyahu y, 2021-2022 con Bennet/Lapid.

En la lógica de la política israelí no habría problema si los partidos árabes se centraran en buscar ventajas para la comunidad que representan o pretendieran colocar a un cierto número de sus miembros en puestos de responsabilidad. Es lo que hacen todos los partidos menores y así funciona el sistema. El problema surgiría si sus pretensiones afectaran a lo que los demás partidos consideran fundamental: la existencia de Israel y su carácter judío. Y es que todos los partidos sistémicos prefieren pactar con sus rivales antes de pagar un precio político tan alto por el apoyo de los diputados árabes.

Como resultado, la política parlamentaria entre los árabes israelíes resulta un ejercicio frustrante, lo que explica que la participación electoral sea sensiblemente más baja que entre los judíos. Y que además un tercio de los árabes israelíes voten a partidos ajenos a su comunidad, que esperan sean más eficaces a la hora de resolver los problemas prácticos de todos los ciudadanos. No parece casual que Raleb Majadele, el único árabe que ha sido hasta ahora ministro en Israel, perteneciera al partido laborista, no a un partido específico de su grupo étnico.

En estas cosas, como en tantas otras, ‘Spain is different’.

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