Por
  • Omar Fonollosa

Roma

Un turista, ante el Coliseo.
Un turista, ante el Coliseo.
Massimo Percossi / Efe

Frente al Panteón no hay miedos que valgan, no hay septiembres que amenacen con tormenta.

 Frente al Panteón suena la armónica ronca de Bob Dylan y la noche sabe a helado de caramelo con piñones. Todo es plácido en Roma. El agua con la que sueña el sediento sale por las fuentes de la ciudad. Allí se escucha el latir de mármol de las estatuas. Perderse por sus calles supone encontrarse con uno mismo; cuenta la historia de quienes allí vivieron pero también la de aquellos que la visitamos. Su belleza enseña a abrir lo mirado además de los ojos. Igual que sucede con los buenos poemas, Roma transmite mensajes diferentes cada vez que la mirada se posa en el Coliseo iluminado, cada vez que se lanza una moneda a la Fontana di Trevi o cuando se contempla el atardecer desde el mirador del Jardín de los Naranjos.

Parecía tan lejano el viaje a Roma y, en cambio, ya hablo de él en pasado, aunque podría conjugarlo en presente porque cuando lo recuerdo, lo revivo: vuelvo al restaurante donde probamos la auténtica carbonara, vuelvo a verla ilusionarse al descubrir La Piedad, la veo dejarse vencer por el sueño. Vivo, he de reconocerlo, en la eternidad de ese viaje, en sus ojos de vidrio, en el olor a albahaca que impregnaba el ambiente. Si el día se hace duro y un monstruo se instala en mi pecho, vuelvo a Roma, apoyo la cabeza en su hombro, me siento afortunado. Disfrutamos, como amantes del arte, a cada paso, de todo lo aprendido. Vuelvo a Roma cada día, cuando acaricio el mármol esculpido de su espalda.

Omar Fonollosa es poeta (Premio Hiperión)

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